Ayer, hace un siglo
exacto, Fernando Pessoa debió celebrar o maldecir su vigésimo octavo
cumpleaños. El Pessoa que más me interesa, y el primero que descubrí, es el del
Libro del desasosiego, atribuido por el autor a su heterónimo Bernardo Soares, según
su creador un «semiheterónimo porque
no siendo su personalidad la mía, es no diferente de la mía, sino una
mutilación de ella. Soy yo, menos el raciocinio y la afectividad». Soares, un oficinista
aburrido entre los papeles, ve la vida pasar desde su puesto y reflexiona sobre
ella. Por razones profesionales, enseguida lo percibí como alguien próximo.
Tardé un par de décadas
en conocer Lisboa y me enamoró desde el primer paseo. Hay ciudades en las que
siempre te sientes forastero, otras que te acogen como un amigo o pariente
recibido con alegría y otras en las que te reconoces como el hijo pródigo que
regresa y, en lugar de ir descubriendo sus rincones, recreas los lugares en los
que fuiste tú antes de la partida. En Lisboa me sentí esto último. Por
supuesto, tomé un café en A Brasileira y me fotografié con su estatua, incluso
la mencioné en un poema que sólo podía titularse Fado. También visité su tumba, una discreta urna semi escondida en
el claustro del Monasterio de Los Jerónimos, donde trasladaron sus restos al
conmemorarse el cincuentenario de su muerte. Contrasta con la magnificencia de
la de Alexandre Herculano, historiador y primer alcalde de Belem, en la sala
capitular. Una magnífica metáfora sobre el diferente reconocimiento oficial
concedido a un político local frente a un literato universal. También me
alargué hasta su casa, convertida en una especie de museo/casa de cultura. Me
sorprendió que, en el recibidor, a modo de embaldosado, lo primero que el
visitante halla es la carta astral de su antiguo inquilino, muy aficionado a la
astrología. Se cuenta que la poeta brasileña Cecilia Meireles, gran admiradora
suya, durante una visita a Portugal para dar conferencias en las Universidades
de Coimbra y Lisboa, removió Roma con Santiago hasta conseguir una cita con
Pessoa. Quedaron a las 12 del mediodía. A las 2, harta de esperar, se marchó.
Cuando llegó a su hotel encontró un ejemplar dedicado de Mensagem, junto a una nota, donde su autor justificaba el plantón
aduciendo que había consultado el horóscopo y éste le aseguraba que “no se encontrarían”. Lo que,
efectivamente sucedió.
Al salir de la casa de
Pessoa cogí un tranvía antiguo, de esos que circulan por Lisboa, a los que
perdonas la incomodidad por la belleza de sentirte integrado en ese paisaje con
el punto justo de decadencia, como una vez lo definió una amiga. El tranvía
llegaba hasta la Baixa y, de repente, sentí el relámpago en la mente. Estaba
realizando el mismo trayecto que Soares/Pessoa recorría hacia su trabajo, en la
Rúa dos Douradores. De acuerdo, Bernardo Soares es un heterónimo, un personaje
ficticio. Y no tenía la certeza de que Pessoa, realmente, trabajase en una
oficina de esa calle. Pero si la literatura siempre tiene un punto de evocación
y de magia, te hace vivir otras vidas y la tuya misma de otras maneras, ¿por
qué no imaginar que ocupaba el sitio exacto del escritor, ochenta años atrás,
en este mismo tranvía desvencijado? ¿Que mi cuerpo ocupaba el espacio del
fantasma de Pessoa, éramos dos en uno, y sus ojos veían a través de los míos
los mismos edificios, mientras su mente iba cavilando las ideas que luego
Soares transcribiría, sobre su escritorio, en frases como las que siguen? :
“Le he
pedido tan poco a la vida, y ese mismo poco la vida me lo ha negado. Un haz de
parte del sol, un campo […], un poco de sosiego con un poco de
pan, no pesarme mucho el conocer que existo, y no exigir nada de los demás ni
exigir ellos nada de mí. Esto mismo me ha sido negado, como quien niega la
sombra no por falta de buenos sentimientos, sino para no tener que
desabrocharse la chaqueta […]
Escribo,
triste, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre he estado, solo como siempre
estaré. Y pienso si mi voz, aparentemente tan poca cosa, no encarna la
substancia de millares de voces, el hambre de decirse de millares de vidas, la
paciencia de millones de almas sumisas como la mía, en el destino cotidiano, al
sueño inútil, a la esperanza sin resquicios. En estos momentos, mi corazón late
más alto debido a mi conciencia de él. Vivo más porque vivo mayor. Siento en mi
persona una fuerza religiosa, una especie de oración, una semejanza de clamor.
Pero la reacción contra mí me baja de la inteligencia… Me veo en el cuarto piso
alto de la Calle de los Doradores, me siento con sueño; miro, sobre el papel
medio escrito, la vida vana sin belleza y el cigarro barato […] sobre el
secante viejo. ¡Aquí yo, en este cuarto piso, interpelando a la vida! haciendo
prosa […]”
A la altura del Chiado me desgajé
del fantasma de Pessoa; me despedí, deseándole buena jornada, y bajé del tranvía.