martes, 21 de julio de 2020

ESMERO Y MEMORIA. MEDIO SIGLO JUNTO A MARSÉ



Parafraseando a Gracián, sólo los escritores que tienen detractores también tienen auténticos defensores. Este axioma se ha ido cumpliendo a lo largo de la historia, del mismo modo que se ha cumplido otro: tras la muerte del escritor suele sobrevenir un periodo de arrinconamiento, un purgatorio que ayuda a depurar su obra de escorias vitales hasta que el valor literario, si realmente lo posee, acaba imponiéndose. No sé si Juan Marsé tiene o ha tenido auténticos detractores. Algunos escépticos, como Miguel García Posada, que dudaban de él por considerar su estilo levemente anacrónico han mudado de opinión. Respecto al segundo axioma, el tiempo dirá qué sucede con su obra. De momento, sí ha quedado clara la unánime aquiescencia con que ha sido acogida la reciente concesión del premio Cervantes, que culmina una trayectoria de casi medio siglo. Esta trayectoria, tras los esbozos en forma de relatos publicados en la revista Ínsula, se inició en 1961 con, “Encerrados con un solo juguete”, novela planeada durante el servicio militar en Ceuta y terminada años después. Presentó el manuscrito al premio Biblioteca Breve de 1960; el premio quedó desierto pero, en su calidad de finalista, se decidió publicarla. Una anomalía más de las varias que acompañan al escritor desde la cuna.
La primera de dichas anomalías, el primer desacuerdo entre lo que es y lo que podría haber sido, sucedió en Barcelona, donde el 8 de enero de 1933 había nacido un niño llamado Juan Faneca Roca. La madre había fallecido en el parto y el padre, que se veía incapaz de criarlo, lo entregó en adopción a quienes le darían sus apellidos actuales. Así, Juan Faneca se transmutó en Juan Marsé. A los trece años ingresó como aprendiz en un taller de joyería, abandonando el Colegio del Divino Maestro donde, según sus propias palabras, no le enseñaron nada, salvo cantar el Cara al Sol y rezar el rosario todos los días. Al menos, las horas que pasó jugando en la calle, en lugar de asistiendo a clase, le permitieron descubrir el paisaje urbano que conformaría el escenario principal de sus novelas.
Otro axioma dice que todo escritor ha sido antes un lector. En el siglo XX, añadiría, ha sido además amante del cine. El joven aprendiz de joyero, criado en un ambiente del todo ajeno al mundillo literario, cumplió la norma y por las tardes se empapó de versos, novelas y películas, como antes se había empapado de tebeos y cuentos. La mayoría de esas obras estaban escritas en castellano, al igual que las películas dobladas, y es esa lengua “en la que uno ha mamado los mitos literarios y cinematográficos, la que ha dado alas a la imaginación” como dijo en el discurso de recepción del Cervantes, la que se impondrá de forma natural en el joven aprendiz de escritor que va germinando en sus primeros tanteos. Marsé es catalán y siempre ha vivido en Barcelona. La dualidad lingüística catalán/castellano es algo presente durante toda su vida y en cualquier tipo de relación social con su entorno. Él opina que lo enriquece, pero no ve como una anomalía que su literatura surja en castellano. Décadas después, ya desaparecida la dictadura, habrá quién se empeñe en verlo como tal, para perplejidad y disgusto del escritor ya consagrado.
La publicación de su primera novela en Seix Barral le pone en contacto con lo más relevante de lo que llamamos la Generación del 50. Entabla amistad con Carlos Barral y Víctor Seix, sus editores, y con los miembros de un selecto comité de lectura formado entre otros, por José Agustín Goytisolo, José Mª Valverde o Gil de Biedma. La irrupción de un escritor proletario entre estos “señoritos de nacimiento / por mala conciencia escritores / de poesía social” levanta expectativas que van más allá de lo literario. Con el autor de “Moralidades” establece una relación intensa y curiosa: Gil de Biedma le amplia el horizonte intelectual a Marsé quien, a su vez, le revela el mundo que los de su clase ignoran. Gil de Biedma le dedica un poema “Noche triste de Octubre, 1959” donde alcanza un tono telúrico que parece emergido del mismísimo Neruda de Residencia en la Tierra. Probablemente, versos como “llueve con verdadera crueldad, con humo y nubes bajas / ennegreciendo muros, /goteando fábricas (…) Y el agua arrastra hacia la mar semillas / incipientes, mezcladas en el barro, /árboles, zapatos cojos, utensilios/ abandonados y revuelto todo “ pueden entenderse como un homenaje al amigo llegado del barro, tomando prestada la voz del poeta que mejor ha usado los materiales terrestres.
En 1961 deja la joyería y, con una pequeña beca del Congrès pour la Liberté de la Culture, gestionada por Barral y Castellet, marcha a París dispuesto a asentar su vocación literaria. La beca se agota pronto y malvive dando clases de español a la hija del pianista Robert Casadesus, Teresa, que le inspirará el título de una novela que ya planea. También enseña nuestro idioma al poeta Pierre Emmanuel, que lo habla casi a la perfección pero, de esa forma, puede ayudarle sin herir su orgullo. Pasa el peor verano de su vida, soportando el calor sofocante y las penurias con visitas a la Librería Española de Soriano, donde asisten a tertuliar compatriotas como Tuñón de Lara o Juan Goytisolo. Engaña al hambre gracias a las invitaciones a cenar de amigos, entre los que se cuenta el propio Goytisolo, hasta que, tras una entrevista con el biólogo y futuro premio Nobel Jacques Monod, entra a trabajar al Institut Pasteur como garçon de laboratoire; o sea, como chico de los recados. Los 640 francos mensuales le permiten subsistir y le dejan tiempo para leer y escribir. En 1962 aparece su segunda novela, “Esta cara de la luna”, y a la vuelta de París termina en la casa familiar que Gil de Biedma posee en Nava de la Asunción, provincia de Segovia, la obra iniciada en París y que, tras su aparición en 1966, se convertirá en uno de sus buques insignia: “Últimas tardes con Teresa”. De esta novela dijo Mario Vargas Llosa: “He tenido la impresión de asistir a los minuciosos e implacables preparativos de un suicidio (…) que siempre se frustra en el último instante por la intervención de esa oscura fuerza incontrolable y espontánea que anima la palabra y comunica la verdad y la vida a todo lo que toca, incluso a la mentira y a la muerte, y que constituye la más alta y misteriosa facultad humana: el poder de creación”.
Ese poder de creación se materializa en el nacimiento de uno de los personajes fundamentales en la obra de Marsé: El pijoaparte. Un charnego barriobajero y canalla, desarraigado aunque sin conciencia de clase, que se ocupará de demoler definitivamente la posibilidad de convertir a su creador en ese escritor obrero imaginado por sus descubridores, comprometido en un sentido épico en la denuncia de la situación de una clase social cuyas miserias y afanes describe, pero a la que nunca idealiza: Marsé nos presenta seres individualistas que siguen la doctrina del sálvese quien pueda, en lugar de aspirar al bien colectivo. Tal vez porque la psicología humana resulta demasiado compleja para enclaustrarla, aunque sea a través de un personaje ficticio, en un discurso ideológico puro.
Tras “Últimas tardes con Teresa”, que recibió, esta vez sí, el premio Biblioteca Breve, abandona definitivamente la joyería y se gana la vida redactando solapas para libros y publicidad, además de elaborar diálogos cinematográficos con su amigo Juan García Hortelano. En 1970 aparece “La oscura historia de la prima Montse”, donde también se describe la relación imposible entre una chica de alta cuna y un joven de baja extracción social. El amor de Marsé por el cine puede rastrearse en escenas como, por ejemplo, la de las colegialas que juegan un partido al inicio de la obra. La mezcla de exactitud descriptiva con sugerencias que rozan la perversión alcanza el nivel expresivo que sólo se consigue mediante la imagen. Por otro lado el humor, la sátira que llega a lo grotesco, está presente en la magnífica recreación de los métodos utilizados por ciertos grupos religiosos para captar acólitos. A cualquier lector medianamente avispado le viene a la cabeza algún nombre en el lugar de los Colores que, bajo un manto de falsa modernidad e infantil alegría, someten a una sutil, y a la vez brutal, coacción psicológica a un grupo heterogéneo de hombres, cuyo único punto en común es su escasa vocación religiosa.
El viaje prosiguió con una parada improvisada en México. Por culpa de la censura, que prohibió su publicación en España hasta 1976, ya muerto el dictador. “Si te dicen que caí”, apareció en el país de Juan Rulfo en 1973, donde recibió el Premio Internacional de Novela. La obra, según su autor, no es tanto un ajuste de cuentas con el franquismo como una secreta y nostálgica despedida de su infancia. Con el asesinato de la oscense Carmen Broto, prostituta de lujo en Barcelona, en 1949 como eje central -el adolescente Marsé contempló in situ las manchas de sangre en las ventanillas del coche donde se cometió el crimen- y a través de las aventis, narraciones orales improvisadas de una historia (“hablar de oídas: eso era contar aventis”), se recrea la vida cotidiana en el sempiterno barrio de Guinardó, el recurrente escenario de buena parte de la obra de Marsé. Para Rafael Conte “Si te dicen que caí” es uno de estos libros asombrosos que, repentinamente, nos enfrentan contra nuestra propia suciedad individual y colectiva. Ya no se podrá escribir la historia de nuestra posguerra sin hablar de este libro poético y cruel al mismo tiempo”.
A estas alturas, Marsé ya es un escritor considerado, con un puñado de lectores, un prestigio bien ganado y una filosofía literaria suficientemente demostrada. Pero, como diría el maestro de una vieja película mexicana, “prueba a hacerte un bistec con la filosofía”. Para dar el salto a lo que los anglosajones llaman best-seller y aquí traducimos por escritor de éxito (el traductor es un traidor, está claro, y confunde vocablos que no siempre son sinónimos, aunque sí en el caso que nos ocupa) el único medio, en la España de aquellos años, era la concesión del premio Planeta. Para conseguirlo en 1978, con “La muchacha de las bragas de oro” – un título que, por cierto, a mí siempre me ha sonado a chica de portada de Interviú en aquella época – Marsé sigue el ejemplo del Heinrich Böll de “Opiniones de un payaso”, donde el autor alemán desenmascaraba a los antiguos nazis reconvertidos, tras la derrota, en próceres de la Democracia Cristiana. Aquí se trata de antiguos franquistas transmutados en liberales; en concreto, al parecer, satiriza el “Descargo de conciencia” de Pedro Laín Entralgo. El protagonista, un viejo escritor falangista que, retirado en la playa de Calafell – “un vertedero de mierda, de coches y de adiposos zaragozanos jugando a la petanca”- dice escribir sus memorias cuando, en realidad, está reescribiendo su pasado para acomodarlo al presente, al modo del Ministerio de la Verdad en el “1984” de Orwell, ve desmontadas sus fantasías por su sobrina Mariana, que se instala en la casa junto a su compañero, un fotógrafo depresivo, con la excusa de elaborar un reportaje sobre él para una revista. Marsé satiriza a ciertos escritores franquistas, pero al leer varios pasajes donde Forest, el protagonista, rememora situaciones y personajes de su antigua vida mediante una acumulación de enumeraciones y “barrocas parrafadas interminables”, también me han venido a la memoria algunos poemas venecianos. Recordando que Marsé se sintió muy cercano a algunos poetas sociales, como Celaya - a quien evocó en el discurso del Cervantes - denostados por los bardos posteriores que homenajeaban a Venecia ante el mar de los teatros, sería interesante investigar –si es que nadie lo ha hecho – la posible presencia en la novela de una parodia de doble nivel, que cerrando el círculo se burlara, identificándolos en su tono rimbombante, de falangistas y venecianos.
A partir de aquí, el Marsé ya conocido por el gran público ha sacado a la luz varias novelas, entre las que destacaría “El amante bilingüe”, “El embrujo de Shanghai” y “Rabos de lagartija”.
En “Les flamingats”, un Jacques Brel ya consciente de su cercana muerte se despacha a gusto contra los nacionalistas flamencos (“Nazis durant les guerres et catholiques entre elles (…) je vous enmerde”) que, en su opinión, amenazan la integridad belga, en un iracundo crescendo que finaliza dejando claro quién piensa así: “je chante, persiste et signe: je m’apelle Jacques Brel”. Marsé, que en 1984 ha toreado a la muerte tras un infarto y una complicada intervención quirúrgica posterior, hace algo parecido en “El amante bilingüe”, de 1990, aunque utilizando el humor para retratar con sorna la problemática lingüistico-social catalana. El protagonista, Juan Marés, “una tarde lluviosa del mes de noviembre de 1975”, pilla en la cama a su mujer con un limpiabotas. La mujer, Norma Valentí, de alta extracción social pero extraña atracción sexual por murcianos y gentes que representen todo lo contrario de lo que ella es, cuyos padres la “habían educado en el amor a Cataluña y a la senyera”, abandona al marido engañado, quien, para reconquistarla, pasados unos años se transforma en Juan Faneca (recordemos, el auténtico apellido de Marsé), un charnego deslenguado y tramposo. Al párrafo final, “menda s’integra en la Gran Encisera hata onde le dejan y hago con mi jeta lo que buenamente puedo, ora con la barretina ora con la montera, o zea que a mí me guta el meztizaje zeñó, la barreja y el combinao, en fin, s’acabat l’explicació (…) vaya uzté con Diói passiu-ho bé, senyor…”, sólo le falta la rúbrica ““je chante, persiste et signe: je m’apelle Juan Marsé/ Faneca” .
En “El embrujo de Shanghai” se metaforiza la definitiva desaparición, unos años antes de su publicación en 1993, de esas utopías que, fuesen ciertas o no, como el relato de las aventuras por el extremo oriente del Kim, hicieron más soportable las miserias físicas y morales de una época. Con esta novela consiguió, en 1994, el Premio de la Crítica y el Aristeión, concedido por la Unión Europea a los dos mejores libros de creación y traducción de entre todos los publicados en sus países miembros.
Aunque en 1997 recibió el premio Juan Rulfo, tal vez el más prestigioso de Latinoamérica, no publicó nueva obra hasta el 2000. Sin salir del Guinardó, ni de sus temas recurrentes, en ”Rabos de Lagartija” expande la técnica de escritura, dándole voz, por ejemplo, a un perro y a un feto. Con ella ganó nuevamente el Premio de la Crítica y también el Nacional de Narrativa.
Tal vez en un homenaje a Pérez Galdós, al que Gustavo Martín Garzo lo asemeja por su visión pesimista del ser humano, su capacidad para situarse en el lugar de la derrota y el fracaso de los ideales y, sobre todo, por la facilidad con que sus personajes se desplazan del mundo real al mundo de los sueños, a Marsé se le ha ido poniendo con los años una nariz garbancera o, como escribió Maruja Torres, sigue con sus pintas de rudo muchacho quien era una mezcla irresistible de Gérard Blain en Le Beau Serge y de Lino Ventura (curiosamente, el varias veces compañero de reparto del Brel actor) en cualquiera de sus aventis de poli duro y noble. En todo caso, como él mismo afirmara hace un año, sigue fiel a las raíces de lo que entiende por literatura: un cóctel de imaginación, memoria (“un escritor no es nada si imaginación, pero tampoco sin memoria, sea ésta personal o colectiva”) y esmero en el cuidado del lenguaje, “tener una buena historia que contar, y (…) contarla bien”. Y en ello sigue.

(Publicado en el nº 2 de la revista Imán, Zaragoza, noviembre de 2009).