Parafraseando a Gracián, sólo los escritores que tienen detractores
también tienen auténticos defensores. Este axioma se ha ido
cumpliendo a lo largo de la historia, del mismo modo que se ha
cumplido otro: tras la muerte del escritor suele sobrevenir un
periodo de arrinconamiento, un purgatorio que ayuda a depurar su obra
de escorias vitales hasta que el valor literario, si realmente lo
posee, acaba imponiéndose. No sé si Juan Marsé tiene o ha tenido
auténticos detractores. Algunos escépticos, como Miguel García
Posada, que dudaban de él por considerar su estilo levemente
anacrónico han mudado de opinión. Respecto al segundo axioma, el
tiempo dirá qué sucede con su obra. De momento, sí ha quedado
clara la unánime aquiescencia con que ha sido acogida la reciente
concesión del premio Cervantes, que culmina una trayectoria de casi
medio siglo. Esta trayectoria, tras los esbozos en forma de relatos
publicados en la revista Ínsula, se inició en 1961 con,
“Encerrados con un solo juguete”, novela planeada durante
el servicio militar en Ceuta y terminada años después. Presentó el
manuscrito al premio Biblioteca Breve de 1960; el premio quedó
desierto pero, en su calidad de finalista, se decidió publicarla.
Una anomalía más de las varias que acompañan al escritor desde la
cuna.
La primera de dichas anomalías, el primer desacuerdo entre lo que es
y lo que podría haber sido, sucedió en Barcelona, donde el 8 de
enero de 1933 había nacido un niño llamado Juan Faneca Roca. La
madre había fallecido en el parto y el padre, que se veía incapaz
de criarlo, lo entregó en adopción a quienes le darían sus
apellidos actuales. Así, Juan Faneca se transmutó en Juan Marsé. A
los trece años ingresó como aprendiz en un taller de joyería,
abandonando el Colegio del Divino Maestro donde, según sus propias
palabras, no le enseñaron nada, salvo cantar el Cara al Sol y rezar
el rosario todos los días. Al menos, las horas que pasó jugando en
la calle, en lugar de asistiendo a clase, le permitieron descubrir el
paisaje urbano que conformaría el escenario principal de sus
novelas.
Otro axioma dice que todo escritor ha sido antes un lector. En el
siglo XX, añadiría, ha sido además amante del cine. El joven
aprendiz de joyero, criado en un ambiente del todo ajeno al mundillo
literario, cumplió la norma y por las tardes se empapó de versos,
novelas y películas, como antes se había empapado de tebeos y
cuentos. La mayoría de esas obras estaban escritas en castellano, al
igual que las películas dobladas, y es esa lengua “en la que
uno ha mamado los mitos literarios y cinematográficos, la que ha
dado alas a la imaginación” como dijo en el discurso de
recepción del Cervantes, la que se impondrá de forma natural en el
joven aprendiz de escritor que va germinando en sus primeros tanteos.
Marsé es catalán y siempre ha vivido en Barcelona. La dualidad
lingüística catalán/castellano es algo presente durante toda su
vida y en cualquier tipo de relación social con su entorno. Él
opina que lo enriquece, pero no ve como una anomalía que su
literatura surja en castellano. Décadas después, ya desaparecida la
dictadura, habrá quién se empeñe en verlo como tal, para
perplejidad y disgusto del escritor ya consagrado.
La publicación de su primera novela en Seix Barral le pone en
contacto con lo más relevante de lo que llamamos la Generación del
50. Entabla amistad con Carlos Barral y Víctor Seix, sus editores, y
con los miembros de un selecto comité de lectura formado entre
otros, por José Agustín Goytisolo, José Mª Valverde o Gil de
Biedma. La irrupción de un escritor proletario entre estos
“señoritos de nacimiento / por mala conciencia escritores / de
poesía social” levanta expectativas que van más allá de lo
literario. Con el autor de “Moralidades” establece una
relación intensa y curiosa: Gil de Biedma le amplia el horizonte
intelectual a Marsé quien, a su vez, le revela el mundo que los de
su clase ignoran. Gil de Biedma le dedica un poema “Noche triste
de Octubre, 1959” donde alcanza un tono telúrico que parece
emergido del mismísimo Neruda de Residencia en la Tierra.
Probablemente, versos como “llueve con verdadera crueldad, con
humo y nubes bajas / ennegreciendo muros, /goteando fábricas (…) Y
el agua arrastra hacia la mar semillas / incipientes, mezcladas en el
barro, /árboles, zapatos cojos, utensilios/ abandonados y revuelto
todo “ pueden entenderse como un homenaje al amigo llegado del
barro, tomando prestada la voz del poeta que mejor ha usado los
materiales terrestres.
En 1961 deja la joyería y, con una pequeña beca del Congrès pour
la Liberté de la Culture, gestionada por Barral y Castellet, marcha
a París dispuesto a asentar su vocación literaria. La beca se agota
pronto y malvive dando clases de español a la hija del pianista
Robert Casadesus, Teresa, que le inspirará el título de una novela
que ya planea. También enseña nuestro idioma al poeta Pierre
Emmanuel, que lo habla casi a la perfección pero, de esa forma,
puede ayudarle sin herir su orgullo. Pasa el peor verano de su vida,
soportando el calor sofocante y las penurias con visitas a la
Librería Española de Soriano, donde asisten a tertuliar
compatriotas como Tuñón de Lara o Juan Goytisolo. Engaña al hambre
gracias a las invitaciones a cenar de amigos, entre los que se cuenta
el propio Goytisolo, hasta que, tras una entrevista con el biólogo y
futuro premio Nobel Jacques Monod, entra a trabajar al Institut
Pasteur como garçon de laboratoire; o sea, como chico de los
recados. Los 640 francos mensuales le permiten subsistir y le dejan
tiempo para leer y escribir. En 1962 aparece su segunda novela, “Esta
cara de la luna”, y a la vuelta de París termina en la casa
familiar que Gil de Biedma posee en Nava de la Asunción, provincia
de Segovia, la obra iniciada en París y que, tras su aparición en
1966, se convertirá en uno de sus buques insignia: “Últimas
tardes con Teresa”. De esta novela dijo Mario Vargas Llosa: “He
tenido la impresión de asistir a los minuciosos e implacables
preparativos de un suicidio (…) que siempre se frustra en el último
instante por la intervención de esa oscura fuerza incontrolable y
espontánea que anima la palabra y comunica la verdad y la vida a
todo lo que toca, incluso a la mentira y a la muerte, y que
constituye la más alta y misteriosa facultad humana: el poder de
creación”.
Ese poder de creación se materializa en el nacimiento de uno de los
personajes fundamentales en la obra de Marsé: El pijoaparte. Un
charnego barriobajero y canalla, desarraigado aunque sin conciencia
de clase, que se ocupará de demoler definitivamente la posibilidad
de convertir a su creador en ese escritor obrero imaginado por sus
descubridores, comprometido en un sentido épico en la denuncia de la
situación de una clase social cuyas miserias y afanes describe, pero
a la que nunca idealiza: Marsé nos presenta seres individualistas
que siguen la doctrina del sálvese quien pueda, en lugar de aspirar
al bien colectivo. Tal vez porque la psicología humana resulta
demasiado compleja para enclaustrarla, aunque sea a través de un
personaje ficticio, en un discurso ideológico puro.
Tras “Últimas tardes con Teresa”, que recibió, esta vez
sí, el premio Biblioteca Breve, abandona definitivamente la joyería
y se gana la vida redactando solapas para libros y publicidad, además
de elaborar diálogos cinematográficos con su amigo Juan García
Hortelano. En 1970 aparece “La oscura historia de la prima
Montse”, donde también se describe la relación imposible
entre una chica de alta cuna y un joven de baja extracción social.
El amor de Marsé por el cine puede rastrearse en escenas como, por
ejemplo, la de las colegialas que juegan un partido al inicio de la
obra. La mezcla de exactitud descriptiva con sugerencias que rozan la
perversión alcanza el nivel expresivo que sólo se consigue mediante
la imagen. Por otro lado el humor, la sátira que llega a lo
grotesco, está presente en la magnífica recreación de los métodos
utilizados por ciertos grupos religiosos para captar acólitos. A
cualquier lector medianamente avispado le viene a la cabeza algún
nombre en el lugar de los Colores que, bajo un manto de falsa
modernidad e infantil alegría, someten a una sutil, y a la vez
brutal, coacción psicológica a un grupo heterogéneo de hombres,
cuyo único punto en común es su escasa vocación religiosa.
El viaje prosiguió con una parada improvisada en México. Por culpa
de la censura, que prohibió su publicación en España hasta 1976,
ya muerto el dictador. “Si te dicen que caí”, apareció
en el país de Juan Rulfo en 1973, donde recibió el Premio
Internacional de Novela. La obra, según su autor, no es tanto un
ajuste de cuentas con el franquismo como una secreta y nostálgica
despedida de su infancia. Con el asesinato de la oscense Carmen
Broto, prostituta de lujo en Barcelona, en 1949 como eje central -el
adolescente Marsé contempló in situ las manchas de sangre en las
ventanillas del coche donde se cometió el crimen- y a través de las
aventis, narraciones orales improvisadas de una historia (“hablar
de oídas: eso era contar aventis”), se recrea la vida
cotidiana en el sempiterno barrio de Guinardó, el recurrente
escenario de buena parte de la obra de Marsé. Para Rafael Conte “Si
te dicen que caí” es uno de estos libros asombrosos que,
repentinamente, nos enfrentan contra nuestra propia suciedad
individual y colectiva. Ya no se podrá escribir la historia de
nuestra posguerra sin hablar de este libro poético y cruel al mismo
tiempo”.
A estas alturas, Marsé ya es un escritor considerado, con un puñado
de lectores, un prestigio bien ganado y una filosofía literaria
suficientemente demostrada. Pero, como diría el maestro de una vieja
película mexicana, “prueba a hacerte un bistec con la
filosofía”. Para dar el salto a lo que los anglosajones llaman
best-seller y aquí traducimos por escritor de éxito (el traductor
es un traidor, está claro, y confunde vocablos que no siempre son
sinónimos, aunque sí en el caso que nos ocupa) el único medio, en
la España de aquellos años, era la concesión del premio Planeta.
Para conseguirlo en 1978, con “La muchacha de las bragas de oro”
– un título que, por cierto, a mí siempre me ha sonado a chica de
portada de Interviú en aquella época – Marsé sigue el ejemplo
del Heinrich Böll de “Opiniones de un payaso”, donde el
autor alemán desenmascaraba a los antiguos nazis reconvertidos, tras
la derrota, en próceres de la Democracia Cristiana. Aquí se trata
de antiguos franquistas transmutados en liberales; en concreto, al
parecer, satiriza el “Descargo de conciencia” de Pedro
Laín Entralgo. El protagonista, un viejo escritor falangista que,
retirado en la playa de Calafell – “un vertedero de mierda, de
coches y de adiposos zaragozanos jugando a la petanca”- dice
escribir sus memorias cuando, en realidad, está reescribiendo su
pasado para acomodarlo al presente, al modo del Ministerio de la
Verdad en el “1984” de Orwell, ve desmontadas sus
fantasías por su sobrina Mariana, que se instala en la casa junto a
su compañero, un fotógrafo depresivo, con la excusa de elaborar un
reportaje sobre él para una revista. Marsé satiriza a ciertos
escritores franquistas, pero al leer varios pasajes donde Forest, el
protagonista, rememora situaciones y personajes de su antigua vida
mediante una acumulación de enumeraciones y “barrocas
parrafadas interminables”, también me han venido a la memoria
algunos poemas venecianos. Recordando que Marsé se sintió
muy cercano a algunos poetas sociales, como Celaya - a quien evocó
en el discurso del Cervantes - denostados por los bardos posteriores
que homenajeaban a Venecia ante el mar de los teatros, sería
interesante investigar –si es que nadie lo ha hecho – la posible
presencia en la novela de una parodia de doble nivel, que cerrando el
círculo se burlara, identificándolos en su tono rimbombante, de
falangistas y venecianos.
A partir de aquí, el Marsé ya conocido por el gran público ha
sacado a la luz varias novelas, entre las que destacaría “El
amante bilingüe”, “El embrujo de Shanghai” y “Rabos
de lagartija”.
En “Les flamingats”, un Jacques Brel ya consciente de su cercana
muerte se despacha a gusto contra los nacionalistas flamencos (“Nazis
durant les guerres et catholiques entre elles (…) je vous enmerde”)
que, en su opinión, amenazan la integridad belga, en un iracundo
crescendo que finaliza dejando claro quién piensa así: “je
chante, persiste et signe: je m’apelle Jacques Brel”. Marsé,
que en 1984 ha toreado a la muerte tras un infarto y una complicada
intervención quirúrgica posterior, hace algo parecido en “El
amante bilingüe”, de 1990, aunque utilizando el humor para
retratar con sorna la problemática lingüistico-social catalana. El
protagonista, Juan Marés, “una tarde lluviosa del mes de
noviembre de 1975”, pilla en la cama a su mujer con un
limpiabotas. La mujer, Norma Valentí, de alta extracción social
pero extraña atracción sexual por murcianos y gentes que
representen todo lo contrario de lo que ella es, cuyos padres la
“habían educado en el amor a Cataluña y a la senyera”,
abandona al marido engañado, quien, para reconquistarla, pasados
unos años se transforma en Juan Faneca (recordemos, el auténtico
apellido de Marsé), un charnego deslenguado y tramposo. Al párrafo
final, “menda s’integra en la Gran Encisera hata onde le dejan
y hago con mi jeta lo que buenamente puedo, ora con la barretina ora
con la montera, o zea que a mí me guta el meztizaje zeñó, la
barreja y el combinao, en fin, s’acabat l’explicació (…) vaya
uzté con Diói passiu-ho bé, senyor…”, sólo le falta la
rúbrica ““je chante, persiste et signe: je m’apelle Juan
Marsé/ Faneca” .
En “El embrujo de Shanghai” se metaforiza la definitiva
desaparición, unos años antes de su publicación en 1993, de esas
utopías que, fuesen ciertas o no, como el relato de las aventuras
por el extremo oriente del Kim, hicieron más soportable las miserias
físicas y morales de una época. Con esta novela consiguió, en
1994, el Premio de la Crítica y el Aristeión, concedido por la
Unión Europea a los dos mejores libros de creación y traducción de
entre todos los publicados en sus países miembros.
Aunque en 1997 recibió el premio Juan Rulfo, tal vez el más
prestigioso de Latinoamérica, no publicó nueva obra hasta el 2000.
Sin salir del Guinardó, ni de sus temas recurrentes, en ”Rabos
de Lagartija” expande la técnica de escritura, dándole voz,
por ejemplo, a un perro y a un feto. Con ella ganó nuevamente el
Premio de la Crítica y también el Nacional de Narrativa.
Tal vez en un homenaje a Pérez Galdós, al que Gustavo Martín
Garzo lo asemeja por su visión pesimista del ser humano, su
capacidad para situarse en el lugar de la derrota y el fracaso de los
ideales y, sobre todo, por la facilidad con que sus personajes se
desplazan del mundo real al mundo de los sueños, a Marsé se le ha
ido poniendo con los años una nariz garbancera o, como escribió
Maruja Torres, sigue con sus pintas de rudo muchacho quien era una
mezcla irresistible de Gérard Blain en Le Beau Serge y de Lino
Ventura (curiosamente, el varias veces compañero de reparto
del Brel actor) en cualquiera de sus aventis de poli duro y noble. En
todo caso, como él mismo afirmara hace un año, sigue fiel a las
raíces de lo que entiende por literatura: un cóctel de imaginación,
memoria (“un escritor no es nada si imaginación, pero tampoco
sin memoria, sea ésta personal o colectiva”) y esmero en el
cuidado del lenguaje, “tener una buena historia que contar, y
(…) contarla bien”. Y en ello sigue.
(Publicado en el nº 2 de la revista Imán, Zaragoza, noviembre de 2009).