En la mirada del fotógrafo, en la percepción de la realidad que luego se
plasma en la imagen, se refleja su forma de ser, el modo en que afronta
la vida y el contacto con las gentes que lo pueblan. Si, además de
destreza técnica, posee sensibilidad de artista, la capacidad de ver
figuras donde la mayoría sólo ve útiles cotidianos, de extraer la
belleza de esa realidad circundante o de crearla con los materiales que
ésta le concede, surgen fotografías como las que Beatriz Pitarch
expone en la sala Koralium, y de la que este corazón es una buena
muestra. No se trata de una composición de laboratorio. La amalgama de
techos y barandillas recibe a los visitantes que transitan por la
estación de tren de Sevilla. Beatriz lo percibió y no dudó en tirarse al
suelo, rodeada de pasajeros atónitos, para conseguir la instantánea.
¿Cuántos cientos de miles habremos caminado por esos pasillos sin verlo?
Para ello es necesaria la conjunción de atributos personales que ella
posee: entusiasmo ante la vida, actitud positiva con las gentes que
encuentra a su paso y un punto de desparpajo para no dejar escapar las
oportunidades que se le presentan.
Anteayer disfruté visitando la exposición y, si os animáis a verla, seguirá allí hasta final de junio.
viernes, 29 de abril de 2016
miércoles, 27 de abril de 2016
En el último número de Turia (117/118), han publicado mi relato "Jugadores y escritores", que aquí os dejo:
JUGADORES Y ESCRITORES.
Los artículos más polémicos de Santos Gulag fueron la serie de analogías
que, en los últimos meses de su vida, estableció entre diversos escritores y
jugadores de fútbol. En concreto, entre las características literarias de los
primeros y la distribución sobre el campo, por posiciones, de los segundos.
Santos Gulag era el seudónimo con que el profesor Silvestre Garcés firmaba su
columna semanal de crítica literaria en El Jornal Vespertino, periódico
íntegro y de raigambre, según rezaba el subtítulo, y el hecho de que las
analogías fueran su aportación más controvertida habla, bien a las claras, del
tono contenido y complaciente que dominó el millar largo de columnas
publicadas.
La idea surgió por azar. La Universidad ofrecía a sus empleados un
chequeo anual, que incluía la comunicación de los resultados en la consulta de
un médico generalista. Durante veinticinco años había cumplido el ritual,
distribuido en dos jornadas separadas por quince días: en la primera, la
realización de las pruebas; en la segunda, la visita al médico, quien, sin
levantar la vista de los folios, traducía en elementos de su cuerpo las cifras
y signos dispersos por el papel. Al salir, tomaba un café mientras ojeaba el
periódico y relajaba el temple. Aunque la rutina del dolor, como la llamaba,
finalizase siempre con una sonrisa de aquel, seguida por la confirmación de su
buen estado de salud y la cita para el año próximo, no conseguía evitar el
ramalazo de angustia, la presión en el estómago al sentarse frente al hombre
enfundado en una bata. Había probado, sin éxito, varios recursos para
disminuirla. Unas veces cotejó el envejecimiento del doctor con el suyo,
reconfortándose en su victoria y en la sensación de seguridad que produce la
supremacía física; sensación que desaparecía cuando el contrincante abría la
boca, como si en la enumeración indiscriminada de términos clínicos residiese
el elixir de la juventud. Otras, se fijó en el escote de la enfermera que
cumplimentaba una ficha en el lateral de la mesa y solía variar cada visita o, como
mucho, cada dos. Algunos años – especialmente los últimos - el bálsamo parecía
funcionar, sobre todo si era una estudiante en prácticas. Pero el hechizo se
desvanecía cuando el médico comenzaba su perorata y la educación le obligaba a
mirarlo, como si entre la enumeración indiscriminada de términos clínicos se
ocultase, de modo subliminal, una amonestación contra el pecado.
Aquel año, Garcés acudió a la consulta con la habitual mezcla de angustia
y confianza. Sin embargo, en ella ocurrieron algunos hechos que constató –
dicho con propiedad, soportó – como el bañista al que arrastra una ola y es
consciente, al unísono, de su situación y de la imposibilidad de gobernarla. En
un momento dado, el médico interrumpió el bisbiseo y se detuvo en un punto del
folio dos, frunció el ceño, avanzó una página, se detuvo en otro punto,
retrocedió al folio primero en un rápido ojeo y volvió a centrarse en las
cifras del segundo. Silvestre quiso mirar por encima del folio para observar
qué había llamado su atención pero, al no lograrlo, optó por preguntarle si
sucedía algo. Se sorprendió con el chillido de pájaro que le salió y comprendió
que, además de nervioso, estaba asustado. Sin levantar la vista, ni desfruncir
el ceño, el médico mostró su preocupación por el anormal índice de los
marcadores de AFP. Entonces ocurrió. Resulta difícil narrar la concatenación de
pensamientos que, en esas situaciones, se suceden con la velocidad del rayo.
Aunque es más complicado todavía – en puridad, imposible – trasladar al papel
los estados emocionales que se desencadenan a la par de los pensamientos. En el
caso de Garcés aconteció lo siguiente: al escuchar el sintagma marcadores de
AFP sintió un chispazo en su cerebro; asoció – o más bien se le apareció la
asociación – los marcadores tumorales de AFP con los marcadores de la
Asociación de Futbolistas Profesionales, en concreto con un contundente central
del Osasuna alardeando del trabajo que le ocasionaba limpiar de sus tacos, tras
cada partido, los restos de piel de sus rivales; notó un pinchazo en la
espinilla, semejante al rasguño del taco de una bota; dio un respingo; la
imagen de Rimbaud decadente cruzó por su mente y exclamó: “Sinestesia”.
Esto, en cuya lectura se tarda diez segundos, transcurrió en tres. Estupefacto,
el médico alzó la vista. “¿Perdone?”, inquirió. “Nada, perdone usted,
ha sido un lapsus. Prosiga, por favor”. Incómodo, el otro se limitó a
añadir, mientras le entregaba los folios a la enfermera, que debería someterse
a unas pruebas más precisas. Su médico de cabecera lo derivaría al especialista
oportuno. Silvestre lo escuchó removiéndose en la silla, como un alumno en los
momentos previos a que suene el timbre del recreo. No le alertó que, en lugar
de citarlo para el año próximo, le despidiera deseándole suerte. El miedo se
había evaporado con el pinchazo, igual que el aire de un balón, siendo
sustituido por la impaciencia. Luego comprendió que la impaciencia es otro
indicio del pánico. Por los pasillos repitió la palabra sinestesia. Tantos años
explicando a Juan Ramón, tantas veces aludiendo al soneto de Rimbaud para
descubrir, en un consultorio, la manifestación empírica de la sinestesia. Ni
siquiera se detuvo en el bar. Cogió el autobús y se marchó a casa.
Gulag consideró aquel suceso la génesis del impulso creador. Pero la
transmutación de ese destello en las analogías tardó en concretarse. Al llegar
a casa y quitarse los pantalones, en un gesto instintivo, se palpó la espinilla
buscando alguna herida. Evocó los estigmas de los que presumen algunos
iluminados y se repitió el proceso de aceleración mental: identificó el alarde
místico con el del central del Osasuna y creyó que la, para él, exagerada religiosidad
de los navarros había trascendido al fútbol. En una consecuencia ilógica, que
le pareció lógica, recordó a la compañera de carrera que, en un San Fermín de
los ochenta, se le entregó en cuerpo y alma para, acabadas las fiestas,
retirarle ambas. La evocación le dejó un regusto amargo, maldijo los
fanatismos, religiosos o ideológicos, y siguió saltando de rama en rama hasta
que consiguió serenarse y darse cuenta de que todo aquel huracán sólo era, como
la impaciencia, otra manifestación del terror.
La plasmación en la primera analogía llegó con la serenidad. A partir de
la semana siguiente fue tomando conciencia de que se introducía en un túnel. Y
conforme se sucedieron las pruebas, con una urgencia que, en sí misma, era
síntoma de gravedad, intuyó que en ese túnel sólo se permitía avanzar para,
quizás, toparte con la salida tapiada. Dicen los psicólogos que el impacto de
la palabra cáncer en un enfermo es brutal. Incredulidad, rabia, tristeza,
ansiedad o culpabilidad se suceden en el ánimo de quien recibe el mazazo.
Silvestre no fue la excepción. También recomiendan varias terapias, desde la
descarga emocional con personas de confianza, o con profesionales, a la
realización de actividades placenteras. Silvestre desechó cargar con emociones
negativas a nadie, más allá de una larga conversación con su hermano, y
desconfiaba de los profesionales. De modo que optó por las actividades
placenteras.
Lo que aquí nos interesa surgió al mezclar su conocimiento del entorno
literario y de la teoría futbolística. Los agitó de tal modo que quedaron a la
vista su dominio del entorno futbolístico y de la teoría literaria. Extendió el
mejunje resultante sobre la base de un sofrito de malicia y lo aliñó con una
pizca del resentimiento acumulado desde que Ramírez, un compañero de carrera,
le apodara Feijóo, identificándolo con el protagonista de un cuento de
Monterroso. Feijóo era un aspirante a escritor que, devorado por el agujero
negro institucional, deviene en universitario experto en Unamuno; o sea, en
fracasado, según el baremo de aquella banda de poetambres que iban a comerse la
literatura, el mundo y, sobre todo, a las chavalas que lo pueblan. Ramírez, la esperanza blanca de la
literatura local, nunca pasó de ganar algunos juegos florales y terminó
enseñando a leer a los cuatro críos de un pueblo perdido en lo más inhóspito de
la región. Decidió inmortalizarlo reservándole el puesto de utillero, el
encargado de hinchar los balones con los que juegan los auténticos futbolistas.
Lo nombraría en la última reseña, junto al resto del cuerpo técnico.
El sosiego, que en este caso se parecía demasiado a la resignación, llegó
tras asimilar un doble mazazo: el del diagnóstico de la enfermedad y el de la
comunicación de la metástasis que hacía inútil cualquier tratamiento. El
especialista compareció ante él escoltado por dos colegas. Mientras lo oía, le
sorprendió su propia frialdad, incluso su sentido del humor al denominarlos,
para sí, el equipo médico habitual. Sus circunloquios y eufemismos le
recordaron la rúbrica de su primer jefe de departamento en la Universidad, el
ínclito, mayestático y antediluviano Exuperancio Borderías. Al firmar cualquier
documento, tras consignar con letra de colegial su nombre y primer apellido,
Borderías ejecutaba con la estilográfica una danza circular alrededor de ellos,
sin tocar el papel, como si quisiera asegurarse de la exactitud de la trazada o
protegerlos de un mal espíritu. Por fin, a la cuarta vuelta, descendía en
picado y plasmaba un círculo impreciso que los envolvía. Los miembros del
equipo médico habitual quedaron impresionado por la entereza de Silvestre
para afrontar la noticia – o eso le dijeron –, pusieron a su disposición los
servicios psicológicos y paliativos del hospital, le estrecharon la mano y
desaparecieron.
En esas circunstancias, al salir a la calle, hay quien se sienta en la
acera a llorar sin consuelo. Otros se tiran delante del primer autobús que
pasa. Los menos, cogen unas curdas de campeonato y marchan desaforados en busca
de sexo, como si en lugar de unos meses la muerte sólo les otorgase una hora de
vida, igual que al enamorado del romance. Garcés, en cambio, hizo fila en la
parada del autobús y se encerró en casa. Permaneció tumbado en el sofá, mirando
sin ver la televisión, hasta que ya entrada la noche se quedó dormido.
Al día siguiente había decidido en qué invertiría el tiempo que le
quedaba. En primer lugar, envió a la secretaría de la Universidad el parte de
baja. Después escribió a sus compañeros de Departamento, comunicándoles sin
ambages su dolencia y que, para evitar escenas que agravaran su ánimo ya de por
sí decaído, no aparecería más por la que fue su segunda casa. A los dos o tres
más cercanos los llamó para decirles que ellos tenían abierta la puerta de la
suya. También les indicó que, si no tenían inconveniente, les nombraba albaceas
de su producción académica, incluidos algunos estudios que esperaba finiquitar
antes de que la parca lo finiquitase a él.
Luego puso manos a la obra. Aquí nos centraremos en lo relativo a las
analogías. Obviaremos esos trabajos donde el experto disecciona lo que otros
han creado, mostrando el mundo interior que permitió su existencia y, a veces,
demostrando al mundo exterior que el autor no dijo lo que dijo, sino lo que él
sabe que quiso decir. También obviaremos detalles personales o escatológicos de
la enfermedad. La primera medida fue modificar el seudónimo en su fuero
interno. Cuando uno asume que camina hacia la muerte, los escrúpulos
desaparecen. Santos seguiría firmando las columnas, pero seria Lucifer quien
las escribiría. La bonhomía y comprensión se trastocarían en mordacidad. Todo
dentro de un orden, por supuesto; los muros que uno alza en torno a sí, durante
años, no es fácil derruirlos en un día, y el esfuerzo de esa demolición impide
luego volar muy lejos si el tiempo disponible es limitado.
La primera analogía, bajo el título El arquero de las musas, la
dedicó a Artemiso Durezno. Poeta según su tarjeta de visita; portero de
centelleantes reflejos para nuestro autor. Durante medio siglo, ninguna musa le
había colado una buena metáfora, ni mucho menos un poema completo de cierta
entidad. Si acaso, algunos versos aceptables, el distintivo de los malos
poetas. Sus libros habían visto la luz con una regularidad tan matemática como
la medida de sus versos, gracias a las amistades que poseía en diferentes
organismos públicos. Con una distribución aún más paupérrima que su calidad,
los numerosos sobrantes de las tiradas abarrotaban los almacenes de dichos
organismos.
La columna tuvo una nula repercusión. El vate era tan ignorado en los
círculos literarios de la ciudad que ni enemigos tenía, y aunque le envió una
carta manuscrita donde le expresaba más estupor que indignación, en el fondo,
parecía feliz de que alguien le hiciera caso.
La siguiente correspondió a los dos laterales. En el fútbol moderno, los
laterales han cobrado una importancia inusitada. Ya no son simples defensores,
sino galgos que recorren, sin cesar, los cien metros que separan ambas líneas
de fondo. En el lateral derecho alineó a Roberto Lanceras, autor de Nunca
llueve en el sur de los Monegros. El típico ratonero, decía, con astucia
para ganar la espalda del contrario y aparecer cuando menos se lo espera. Posee
esa rara habilidad, innata en algunos, de trepar y beneficiarse de los resortes
sociales. Controla a quién debe saludar y a quién adular. En cada reunión o
sarao utiliza el tono adecuado igual que su homólogo en el campo lee el
partido, sabiendo cuándo toca atacar y cuándo defender. Aunque no tiene
especial talento ni virtud, utiliza la ratonería para situarse en el sitio exacto.
De ahí que siempre haya encontrado un hueco al calor del poder, desde asesor
del concejal de cultura hasta organizador de encuentros literarios con
invitados de alto copete. Su punto débil, el mismo de los laterales brasileños:
desguarnece la espalda, entendida como el soporte literario de sus escritos.
Sus textos son humo de leña verde.
En el lateral izquierdo figuró Jesús Alba. En contraposición al anterior,
un defensor a la vieja usanza, de los que nunca se aventuran en campo
contrario. Sólo maneja la zurda, lo mismo para versos que para manifiestos de
adhesión a múltiples causas perdidas. Pero es de fiar; a diferencia de
Lanceras, ningún delantero le gana la espalda, ni deja en la estacada al resto
del equipo por ambicionar un oropel.
Aunque ninguna queja le llegó por parte de Lanceras -fiel a su estilo
indirecto, en acciones y oraciones gramaticales - Gulag era consciente de que
le vetaría en el Congreso nacional sobre literatura y enología del próximo
otoño. Poco le importó. Cuando el Congreso se inaugurase, llevaría meses
criando malvas. Tampoco Alba se manifestó en ningún sentido, como en él era
habitual.
La pareja de centrales ocupó la siguiente columna. Segre y Valerio,
novelistas de crímenes y remembranzas históricas, respectivamente. Mozos con
buen porte y prestancia, de los que destacan en las fotos oficiales del equipo.
En el juego, tendentes a retrasar el balón al portero o a despejar con un
patadón, sin complicarse la vida. Traducido a su literatura, estructuras
simples y personajes aún más simples, lo que unido a las fotografías de las
contraportadas, siempre con la mirada en lontananza, despertaba la admiración
de numerosas lectoras sin pretensiones.
Le tocó el turno a los mediocampistas. También agrupó en una la de los
dos interiores, anodinos emborronafolios que hacían honor al nombre de su
demarcación y jamás traspasarían las fronteras de su patria chica. Con la del
medio centro defensivo consiguió, por primera vez, una cierta repercusión. En
un ámbito previsible y en otro inesperado. No le sorprendió la polvareda en el
mundillo literario. En ciertos ambientes sólo existe la idolatría o la ofensa,
sin matices. Aunque él no considerase escarnio afirmar que Mallo, galardonado
con premios de editoriales y ministerios, reconocido por la crítica y un
considerable número de lectores, era un trabajador honesto que equilibraba sus
obras como su homónimo en el campo equilibraba al equipo. Corría por tres,
llegaba al corte de contrarios y excesos verbales y pasaba el balón al
compañero más cercano, con frases cortas y sencillas. Eso sí, que nadie
esperase virguerías estilísticas o estructurales en sus novelas, igual que el
medio centro nunca arriesgaba un pase ni se incorporaba al ataque, salvo algún
cabezazo a balón parado. Interpelado por su opinión sobre la columna en el
único magazine literario de la televisión autonómica, Mallo sacó a relucir su
proverbial discreción y se limitó a sonreír, añadiendo que se trataba de la
opinión personal del columnista y que él encajaba todas las críticas, siempre
que fueran constructivas. La reacción vino por parte de su corifeo. En
corrillos, artículos de opinión o tertulias de radio la tomaron con Gulag
aquellos que, por amistad o interés, rodeaban a Mallo y eran más papistas que
el papa. Los argumentos iban desde la burla por asimilar creadores con tipos
que corren en calzoncillos tras una pelota a exabruptos que rozaban la injuria,
según el grado de simbiosis que mantuvieran con el reseñado.
Lo que le dejó perplejo fue la tormenta que se desató en las redes
sociales, tras un comentario en la versión digital de El Jornal Vespertino
firmado por una tal Alaska Te La Casca. En él denunciaba el machismo del
crítico al enumerar un equipo de escritores, sin presencia femenina. A Alaska
Te La Casca le contestó Masto Blasto, denunciando el bajo nivel de las
escritoras regionales (sic). Siguieron réplicas y contrarréplicas, que pronto
degeneraron en insultos y amenazas entre semianalfabetos, listos para apuntarse
a cualquier bronca sin haber leído siquiera el escrito original. La Asociación
Leonor de Aquitania, alerta en la defensa y vigilancia de la paridad de
géneros, se hizo eco de la polémica. En sus diversos perfiles cargó contra el
crítico y sus secuaces que, bajo el anonimato de los comentarios, defendían una
visión machista y casposa de la literatura autonómica. Incluso recolectaron firmas
en Change.org para que el periódico prescindiese de su pluma. La tormenta fue
de verano, breve e intensa, como todas las generadas en las redes, y cuando
Santos se enteró ya llevaba días sustituida por otra. No le interesaban lo más
mínimo estos enjambres del cotilleo, como las denominaba. Tuvo que ser un amigo
quien, en un correo, le pusiese al tanto de la movida.
Lo importante es que hablen de uno, aunque sea para mal, dicen los
americanos. Gulag no participó en la polémica y siguió con su plan. No incluía
mujeres por machismo o falta de talento en ellas; simplemente, no se admiten
los equipos de fútbol mixtos y no dispondría de suficiente vida para elaborar
uno femenino, arguyó en el mensaje de contestación a su amigo. Tampoco iba a
publicar una carta abierta, como le recomendaba éste. Quien no compartiese su punto de vista, que
no lo leyera. Para lo que me queda en el convento, me cago dentro, terminaba.
El puesto de media punta, su preferido en el campo, lo reservó para su
preferido en las letras, Celso Biscarrués. Como Laudrup, elegante en la forma y
con una profundidad de registro al alcance de muy pocos. Si el danés daba el
pase medido mientras miraba hacia el lado contrario, Biscarrués hurgaba hasta
el tuétano en la psicología individual o colectiva mientras fabulaba sobre la
vida diaria. La sincronía en los movimientos del futbolista se equiparaba a la
de la sintaxis del escritor.
Aquí se cumplió el dicho de que tras la tormenta viene la calma. Hubo
unanimidad en los comentarios e incluso la guerrera Alaska Te La Casca admitió
que Biscarrués era su novelista de
cabecera. Ni los troles metieron la zarpa.
A Julián Aguado lo ubicó en el extremo. En el esquema del crítico, el
extremo tiene libertad de moverse por ambas bandas, pegado a la cal. Allí
recibe el balón y encara al defensa, buscando la diagonal hacia el centro del
área o el pase de la muerte. Del mismo modo, Aguado siempre era valiente en su
literatura, fuese prosa o verso. A veces le salía el párrafo del siglo. Otras,
se trastabillaba con las palabras. Pero el buen lector, como el buen
aficionado, sólo recuerda lo bueno y una antología de su prolífica obra era una
gran antología.
A estas alturas el progreso de la enfermedad hacía mella en el organismo
de Garcés. Las fuerzas flaqueaban y una mezcla de tristeza y rabia le mermaban,
aún más, las ganas de trabajar. La puerta abierta a los que consideraba
auténticos amigos pocas veces había sido franqueada por alguno. Probablemente,
esto influyó en que ventilara en una columna al otro extremo y al delantero
centro. Luis Pinto, hábil poeta en el regate pero sin la osadía ni el recorrido
de Aguado, ocupó la banda, mientras que la pujanza de Pedro Montañés, con un
instinto para las letras tan voraz como el del mejor nueve para el gol, hubiera
merecido una mayor profundidad. Sin prestar oídos a la extrañeza que generó la
parquedad de su predecesora, entregó la última, dedicada al cuerpo técnico y a
los auxiliares. Para llenarla, enumeró unos cuantos nombres históricos, de ésos
que siempre se mencionan y nunca se leen, junto a varios secundarios, de ésos
que nunca se mencionan y sólo leen los filólogos necesitados de material para
su tesis. Aunque, en la mente del articulista, eran la excusa para introducir
como utillero a Ramírez. Sobre él descargó el rencor congelado en su memoria;
rencor que, durante lustros, nutrió su perseverancia de crítico igual que
aquella carne congelada, traída de Argentina, alimentó durante décadas a los
reclutas españoles. Sin embargo, pasó inadvertida porque nadie recordaba a la esperanza
blanca. Ni siquiera se reparó en que era el único vivo entre tanto
dinosaurio. Lo que pretendía ser la guinda del pastel acabó siendo el arco que
cierra el paréntesis, simétrico en su nula repercusión al que lo abrió, la
columna dedicada a Artemiso Durezno. La venganza se sirve en plato frío, dicen.
Pero si tan frío está, nadie la degusta.
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