viernes, 29 de abril de 2016

En la mirada del fotógrafo, en la percepción de la realidad que luego se plasma en la imagen, se refleja su forma de ser, el modo en que afronta la vida y el contacto con las gentes que lo pueblan. Si, además de destreza técnica, posee sensibilidad de artista, la capacidad de ver figuras donde la mayoría sólo ve útiles cotidianos, de extraer la belleza de esa realidad circundante o de crearla con los materiales que ésta le concede, surgen fotografías como las que Beatriz Pitarch expone en la sala Koralium, y de la que este corazón es una buena muestra. No se trata de una composición de laboratorio. La amalgama de techos y barandillas recibe a los visitantes que transitan por la estación de tren de Sevilla. Beatriz lo percibió y no dudó en tirarse al suelo, rodeada de pasajeros atónitos, para conseguir la instantánea. ¿Cuántos cientos de miles habremos caminado por esos pasillos sin verlo? Para ello es necesaria la conjunción de atributos personales que ella posee: entusiasmo ante la vida, actitud positiva con las gentes que encuentra a su paso y un punto de desparpajo para no dejar escapar las oportunidades que se le presentan.
Anteayer disfruté visitando la exposición y, si os animáis a verla, seguirá allí hasta final de junio.

miércoles, 27 de abril de 2016

En el último número de Turia (117/118), han publicado mi relato "Jugadores y escritores", que aquí os dejo:

JUGADORES Y ESCRITORES.

Los artículos más polémicos de Santos Gulag fueron la serie de analogías que, en los últimos meses de su vida, estableció entre diversos escritores y jugadores de fútbol. En concreto, entre las características literarias de los primeros y la distribución sobre el campo, por posiciones, de los segundos. Santos Gulag era el seudónimo con que el profesor Silvestre Garcés firmaba su columna semanal de crítica literaria en El Jornal Vespertino, periódico íntegro y de raigambre, según rezaba el subtítulo, y el hecho de que las analogías fueran su aportación más controvertida habla, bien a las claras, del tono contenido y complaciente que dominó el millar largo de columnas publicadas.
La idea surgió por azar. La Universidad ofrecía a sus empleados un chequeo anual, que incluía la comunicación de los resultados en la consulta de un médico generalista. Durante veinticinco años había cumplido el ritual, distribuido en dos jornadas separadas por quince días: en la primera, la realización de las pruebas; en la segunda, la visita al médico, quien, sin levantar la vista de los folios, traducía en elementos de su cuerpo las cifras y signos dispersos por el papel. Al salir, tomaba un café mientras ojeaba el periódico y relajaba el temple. Aunque la rutina del dolor, como la llamaba, finalizase siempre con una sonrisa de aquel, seguida por la confirmación de su buen estado de salud y la cita para el año próximo, no conseguía evitar el ramalazo de angustia, la presión en el estómago al sentarse frente al hombre enfundado en una bata. Había probado, sin éxito, varios recursos para disminuirla. Unas veces cotejó el envejecimiento del doctor con el suyo, reconfortándose en su victoria y en la sensación de seguridad que produce la supremacía física; sensación que desaparecía cuando el contrincante abría la boca, como si en la enumeración indiscriminada de términos clínicos residiese el elixir de la juventud. Otras, se fijó en el escote de la enfermera que cumplimentaba una ficha en el lateral de la mesa y solía variar cada visita o, como mucho, cada dos. Algunos años – especialmente los últimos - el bálsamo parecía funcionar, sobre todo si era una estudiante en prácticas. Pero el hechizo se desvanecía cuando el médico comenzaba su perorata y la educación le obligaba a mirarlo, como si entre la enumeración indiscriminada de términos clínicos se ocultase, de modo subliminal, una amonestación contra el pecado.
Aquel año, Garcés acudió a la consulta con la habitual mezcla de angustia y confianza. Sin embargo, en ella ocurrieron algunos hechos que constató – dicho con propiedad, soportó – como el bañista al que arrastra una ola y es consciente, al unísono, de su situación y de la imposibilidad de gobernarla. En un momento dado, el médico interrumpió el bisbiseo y se detuvo en un punto del folio dos, frunció el ceño, avanzó una página, se detuvo en otro punto, retrocedió al folio primero en un rápido ojeo y volvió a centrarse en las cifras del segundo. Silvestre quiso mirar por encima del folio para observar qué había llamado su atención pero, al no lograrlo, optó por preguntarle si sucedía algo. Se sorprendió con el chillido de pájaro que le salió y comprendió que, además de nervioso, estaba asustado. Sin levantar la vista, ni desfruncir el ceño, el médico mostró su preocupación por el anormal índice de los marcadores de AFP. Entonces ocurrió. Resulta difícil narrar la concatenación de pensamientos que, en esas situaciones, se suceden con la velocidad del rayo. Aunque es más complicado todavía – en puridad, imposible – trasladar al papel los estados emocionales que se desencadenan a la par de los pensamientos. En el caso de Garcés aconteció lo siguiente: al escuchar el sintagma marcadores de AFP sintió un chispazo en su cerebro; asoció – o más bien se le apareció la asociación – los marcadores tumorales de AFP con los marcadores de la Asociación de Futbolistas Profesionales, en concreto con un contundente central del Osasuna alardeando del trabajo que le ocasionaba limpiar de sus tacos, tras cada partido, los restos de piel de sus rivales; notó un pinchazo en la espinilla, semejante al rasguño del taco de una bota; dio un respingo; la imagen de Rimbaud decadente cruzó por su mente y exclamó: “Sinestesia”. Esto, en cuya lectura se tarda diez segundos, transcurrió en tres. Estupefacto, el médico alzó la vista. “¿Perdone?”, inquirió. “Nada, perdone usted, ha sido un lapsus. Prosiga, por favor”. Incómodo, el otro se limitó a añadir, mientras le entregaba los folios a la enfermera, que debería someterse a unas pruebas más precisas. Su médico de cabecera lo derivaría al especialista oportuno. Silvestre lo escuchó removiéndose en la silla, como un alumno en los momentos previos a que suene el timbre del recreo. No le alertó que, en lugar de citarlo para el año próximo, le despidiera deseándole suerte. El miedo se había evaporado con el pinchazo, igual que el aire de un balón, siendo sustituido por la impaciencia. Luego comprendió que la impaciencia es otro indicio del pánico. Por los pasillos repitió la palabra sinestesia. Tantos años explicando a Juan Ramón, tantas veces aludiendo al soneto de Rimbaud para descubrir, en un consultorio, la manifestación empírica de la sinestesia. Ni siquiera se detuvo en el bar. Cogió el autobús y se marchó a casa.
Gulag consideró aquel suceso la génesis del impulso creador. Pero la transmutación de ese destello en las analogías tardó en concretarse. Al llegar a casa y quitarse los pantalones, en un gesto instintivo, se palpó la espinilla buscando alguna herida. Evocó los estigmas de los que presumen algunos iluminados y se repitió el proceso de aceleración mental: identificó el alarde místico con el del central del Osasuna y creyó que la, para él, exagerada religiosidad de los navarros había trascendido al fútbol. En una consecuencia ilógica, que le pareció lógica, recordó a la compañera de carrera que, en un San Fermín de los ochenta, se le entregó en cuerpo y alma para, acabadas las fiestas, retirarle ambas. La evocación le dejó un regusto amargo, maldijo los fanatismos, religiosos o ideológicos, y siguió saltando de rama en rama hasta que consiguió serenarse y darse cuenta de que todo aquel huracán sólo era, como la impaciencia, otra manifestación del terror.
La plasmación en la primera analogía llegó con la serenidad. A partir de la semana siguiente fue tomando conciencia de que se introducía en un túnel. Y conforme se sucedieron las pruebas, con una urgencia que, en sí misma, era síntoma de gravedad, intuyó que en ese túnel sólo se permitía avanzar para, quizás, toparte con la salida tapiada. Dicen los psicólogos que el impacto de la palabra cáncer en un enfermo es brutal. Incredulidad, rabia, tristeza, ansiedad o culpabilidad se suceden en el ánimo de quien recibe el mazazo. Silvestre no fue la excepción. También recomiendan varias terapias, desde la descarga emocional con personas de confianza, o con profesionales, a la realización de actividades placenteras. Silvestre desechó cargar con emociones negativas a nadie, más allá de una larga conversación con su hermano, y desconfiaba de los profesionales. De modo que optó por las actividades placenteras.
Lo que aquí nos interesa surgió al mezclar su conocimiento del entorno literario y de la teoría futbolística. Los agitó de tal modo que quedaron a la vista su dominio del entorno futbolístico y de la teoría literaria. Extendió el mejunje resultante sobre la base de un sofrito de malicia y lo aliñó con una pizca del resentimiento acumulado desde que Ramírez, un compañero de carrera, le apodara Feijóo, identificándolo con el protagonista de un cuento de Monterroso. Feijóo era un aspirante a escritor que, devorado por el agujero negro institucional, deviene en universitario experto en Unamuno; o sea, en fracasado, según el baremo de aquella banda de poetambres que iban a comerse la literatura, el mundo y, sobre todo, a las chavalas que lo pueblan.  Ramírez, la esperanza blanca de la literatura local, nunca pasó de ganar algunos juegos florales y terminó enseñando a leer a los cuatro críos de un pueblo perdido en lo más inhóspito de la región. Decidió inmortalizarlo reservándole el puesto de utillero, el encargado de hinchar los balones con los que juegan los auténticos futbolistas. Lo nombraría en la última reseña, junto al resto del cuerpo técnico.
El sosiego, que en este caso se parecía demasiado a la resignación, llegó tras asimilar un doble mazazo: el del diagnóstico de la enfermedad y el de la comunicación de la metástasis que hacía inútil cualquier tratamiento. El especialista compareció ante él escoltado por dos colegas. Mientras lo oía, le sorprendió su propia frialdad, incluso su sentido del humor al denominarlos, para sí, el equipo médico habitual. Sus circunloquios y eufemismos le recordaron la rúbrica de su primer jefe de departamento en la Universidad, el ínclito, mayestático y antediluviano Exuperancio Borderías. Al firmar cualquier documento, tras consignar con letra de colegial su nombre y primer apellido, Borderías ejecutaba con la estilográfica una danza circular alrededor de ellos, sin tocar el papel, como si quisiera asegurarse de la exactitud de la trazada o protegerlos de un mal espíritu. Por fin, a la cuarta vuelta, descendía en picado y plasmaba un círculo impreciso que los envolvía. Los miembros del equipo médico habitual quedaron impresionado por la entereza de Silvestre para afrontar la noticia – o eso le dijeron –, pusieron a su disposición los servicios psicológicos y paliativos del hospital, le estrecharon la mano y desaparecieron.
En esas circunstancias, al salir a la calle, hay quien se sienta en la acera a llorar sin consuelo. Otros se tiran delante del primer autobús que pasa. Los menos, cogen unas curdas de campeonato y marchan desaforados en busca de sexo, como si en lugar de unos meses la muerte sólo les otorgase una hora de vida, igual que al enamorado del romance. Garcés, en cambio, hizo fila en la parada del autobús y se encerró en casa. Permaneció tumbado en el sofá, mirando sin ver la televisión, hasta que ya entrada la noche se quedó dormido.
Al día siguiente había decidido en qué invertiría el tiempo que le quedaba. En primer lugar, envió a la secretaría de la Universidad el parte de baja. Después escribió a sus compañeros de Departamento, comunicándoles sin ambages su dolencia y que, para evitar escenas que agravaran su ánimo ya de por sí decaído, no aparecería más por la que fue su segunda casa. A los dos o tres más cercanos los llamó para decirles que ellos tenían abierta la puerta de la suya. También les indicó que, si no tenían inconveniente, les nombraba albaceas de su producción académica, incluidos algunos estudios que esperaba finiquitar antes de que la parca lo finiquitase a él.
Luego puso manos a la obra. Aquí nos centraremos en lo relativo a las analogías. Obviaremos esos trabajos donde el experto disecciona lo que otros han creado, mostrando el mundo interior que permitió su existencia y, a veces, demostrando al mundo exterior que el autor no dijo lo que dijo, sino lo que él sabe que quiso decir. También obviaremos detalles personales o escatológicos de la enfermedad. La primera medida fue modificar el seudónimo en su fuero interno. Cuando uno asume que camina hacia la muerte, los escrúpulos desaparecen. Santos seguiría firmando las columnas, pero seria Lucifer quien las escribiría. La bonhomía y comprensión se trastocarían en mordacidad. Todo dentro de un orden, por supuesto; los muros que uno alza en torno a sí, durante años, no es fácil derruirlos en un día, y el esfuerzo de esa demolición impide luego volar muy lejos si el tiempo disponible es limitado.
La primera analogía, bajo el título El arquero de las musas, la dedicó a Artemiso Durezno. Poeta según su tarjeta de visita; portero de centelleantes reflejos para nuestro autor. Durante medio siglo, ninguna musa le había colado una buena metáfora, ni mucho menos un poema completo de cierta entidad. Si acaso, algunos versos aceptables, el distintivo de los malos poetas. Sus libros habían visto la luz con una regularidad tan matemática como la medida de sus versos, gracias a las amistades que poseía en diferentes organismos públicos. Con una distribución aún más paupérrima que su calidad, los numerosos sobrantes de las tiradas abarrotaban los almacenes de dichos organismos.
La columna tuvo una nula repercusión. El vate era tan ignorado en los círculos literarios de la ciudad que ni enemigos tenía, y aunque le envió una carta manuscrita donde le expresaba más estupor que indignación, en el fondo, parecía feliz de que alguien le hiciera caso.
La siguiente correspondió a los dos laterales. En el fútbol moderno, los laterales han cobrado una importancia inusitada. Ya no son simples defensores, sino galgos que recorren, sin cesar, los cien metros que separan ambas líneas de fondo. En el lateral derecho alineó a Roberto Lanceras, autor de Nunca llueve en el sur de los Monegros. El típico ratonero, decía, con astucia para ganar la espalda del contrario y aparecer cuando menos se lo espera. Posee esa rara habilidad, innata en algunos, de trepar y beneficiarse de los resortes sociales. Controla a quién debe saludar y a quién adular. En cada reunión o sarao utiliza el tono adecuado igual que su homólogo en el campo lee el partido, sabiendo cuándo toca atacar y cuándo defender. Aunque no tiene especial talento ni virtud, utiliza la ratonería para situarse en el sitio exacto. De ahí que siempre haya encontrado un hueco al calor del poder, desde asesor del concejal de cultura hasta organizador de encuentros literarios con invitados de alto copete. Su punto débil, el mismo de los laterales brasileños: desguarnece la espalda, entendida como el soporte literario de sus escritos. Sus textos son humo de leña verde.
En el lateral izquierdo figuró Jesús Alba. En contraposición al anterior, un defensor a la vieja usanza, de los que nunca se aventuran en campo contrario. Sólo maneja la zurda, lo mismo para versos que para manifiestos de adhesión a múltiples causas perdidas. Pero es de fiar; a diferencia de Lanceras, ningún delantero le gana la espalda, ni deja en la estacada al resto del equipo por ambicionar un oropel.
Aunque ninguna queja le llegó por parte de Lanceras -fiel a su estilo indirecto, en acciones y oraciones gramaticales - Gulag era consciente de que le vetaría en el Congreso nacional sobre literatura y enología del próximo otoño. Poco le importó. Cuando el Congreso se inaugurase, llevaría meses criando malvas. Tampoco Alba se manifestó en ningún sentido, como en él era habitual.    
La pareja de centrales ocupó la siguiente columna. Segre y Valerio, novelistas de crímenes y remembranzas históricas, respectivamente. Mozos con buen porte y prestancia, de los que destacan en las fotos oficiales del equipo. En el juego, tendentes a retrasar el balón al portero o a despejar con un patadón, sin complicarse la vida. Traducido a su literatura, estructuras simples y personajes aún más simples, lo que unido a las fotografías de las contraportadas, siempre con la mirada en lontananza, despertaba la admiración de numerosas lectoras sin pretensiones.
Le tocó el turno a los mediocampistas. También agrupó en una la de los dos interiores, anodinos emborronafolios que hacían honor al nombre de su demarcación y jamás traspasarían las fronteras de su patria chica. Con la del medio centro defensivo consiguió, por primera vez, una cierta repercusión. En un ámbito previsible y en otro inesperado. No le sorprendió la polvareda en el mundillo literario. En ciertos ambientes sólo existe la idolatría o la ofensa, sin matices. Aunque él no considerase escarnio afirmar que Mallo, galardonado con premios de editoriales y ministerios, reconocido por la crítica y un considerable número de lectores, era un trabajador honesto que equilibraba sus obras como su homónimo en el campo equilibraba al equipo. Corría por tres, llegaba al corte de contrarios y excesos verbales y pasaba el balón al compañero más cercano, con frases cortas y sencillas. Eso sí, que nadie esperase virguerías estilísticas o estructurales en sus novelas, igual que el medio centro nunca arriesgaba un pase ni se incorporaba al ataque, salvo algún cabezazo a balón parado. Interpelado por su opinión sobre la columna en el único magazine literario de la televisión autonómica, Mallo sacó a relucir su proverbial discreción y se limitó a sonreír, añadiendo que se trataba de la opinión personal del columnista y que él encajaba todas las críticas, siempre que fueran constructivas. La reacción vino por parte de su corifeo. En corrillos, artículos de opinión o tertulias de radio la tomaron con Gulag aquellos que, por amistad o interés, rodeaban a Mallo y eran más papistas que el papa. Los argumentos iban desde la burla por asimilar creadores con tipos que corren en calzoncillos tras una pelota a exabruptos que rozaban la injuria, según el grado de simbiosis que mantuvieran con el reseñado.
Lo que le dejó perplejo fue la tormenta que se desató en las redes sociales, tras un comentario en la versión digital de El Jornal Vespertino firmado por una tal Alaska Te La Casca. En él denunciaba el machismo del crítico al enumerar un equipo de escritores, sin presencia femenina. A Alaska Te La Casca le contestó Masto Blasto, denunciando el bajo nivel de las escritoras regionales (sic). Siguieron réplicas y contrarréplicas, que pronto degeneraron en insultos y amenazas entre semianalfabetos, listos para apuntarse a cualquier bronca sin haber leído siquiera el escrito original. La Asociación Leonor de Aquitania, alerta en la defensa y vigilancia de la paridad de géneros, se hizo eco de la polémica. En sus diversos perfiles cargó contra el crítico y sus secuaces que, bajo el anonimato de los comentarios, defendían una visión machista y casposa de la literatura autonómica. Incluso recolectaron firmas en Change.org para que el periódico prescindiese de su pluma. La tormenta fue de verano, breve e intensa, como todas las generadas en las redes, y cuando Santos se enteró ya llevaba días sustituida por otra. No le interesaban lo más mínimo estos enjambres del cotilleo, como las denominaba. Tuvo que ser un amigo quien, en un correo, le pusiese al tanto de la movida.   
Lo importante es que hablen de uno, aunque sea para mal, dicen los americanos. Gulag no participó en la polémica y siguió con su plan. No incluía mujeres por machismo o falta de talento en ellas; simplemente, no se admiten los equipos de fútbol mixtos y no dispondría de suficiente vida para elaborar uno femenino, arguyó en el mensaje de contestación a su amigo. Tampoco iba a publicar una carta abierta, como le recomendaba éste.  Quien no compartiese su punto de vista, que no lo leyera. Para lo que me queda en el convento, me cago dentro, terminaba.
El puesto de media punta, su preferido en el campo, lo reservó para su preferido en las letras, Celso Biscarrués. Como Laudrup, elegante en la forma y con una profundidad de registro al alcance de muy pocos. Si el danés daba el pase medido mientras miraba hacia el lado contrario, Biscarrués hurgaba hasta el tuétano en la psicología individual o colectiva mientras fabulaba sobre la vida diaria. La sincronía en los movimientos del futbolista se equiparaba a la de la sintaxis del escritor.
Aquí se cumplió el dicho de que tras la tormenta viene la calma. Hubo unanimidad en los comentarios e incluso la guerrera Alaska Te La Casca admitió que Biscarrués  era su novelista de cabecera. Ni los troles metieron la zarpa.
A Julián Aguado lo ubicó en el extremo. En el esquema del crítico, el extremo tiene libertad de moverse por ambas bandas, pegado a la cal. Allí recibe el balón y encara al defensa, buscando la diagonal hacia el centro del área o el pase de la muerte. Del mismo modo, Aguado siempre era valiente en su literatura, fuese prosa o verso. A veces le salía el párrafo del siglo. Otras, se trastabillaba con las palabras. Pero el buen lector, como el buen aficionado, sólo recuerda lo bueno y una antología de su prolífica obra era una gran antología.
A estas alturas el progreso de la enfermedad hacía mella en el organismo de Garcés. Las fuerzas flaqueaban y una mezcla de tristeza y rabia le mermaban, aún más, las ganas de trabajar. La puerta abierta a los que consideraba auténticos amigos pocas veces había sido franqueada por alguno. Probablemente, esto influyó en que ventilara en una columna al otro extremo y al delantero centro. Luis Pinto, hábil poeta en el regate pero sin la osadía ni el recorrido de Aguado, ocupó la banda, mientras que la pujanza de Pedro Montañés, con un instinto para las letras tan voraz como el del mejor nueve para el gol, hubiera merecido una mayor profundidad. Sin prestar oídos a la extrañeza que generó la parquedad de su predecesora, entregó la última, dedicada al cuerpo técnico y a los auxiliares. Para llenarla, enumeró unos cuantos nombres históricos, de ésos que siempre se mencionan y nunca se leen, junto a varios secundarios, de ésos que nunca se mencionan y sólo leen los filólogos necesitados de material para su tesis. Aunque, en la mente del articulista, eran la excusa para introducir como utillero a Ramírez. Sobre él descargó el rencor congelado en su memoria; rencor que, durante lustros, nutrió su perseverancia de crítico igual que aquella carne congelada, traída de Argentina, alimentó durante décadas a los reclutas españoles. Sin embargo, pasó inadvertida porque nadie recordaba a la esperanza blanca. Ni siquiera se reparó en que era el único vivo entre tanto dinosaurio. Lo que pretendía ser la guinda del pastel acabó siendo el arco que cierra el paréntesis, simétrico en su nula repercusión al que lo abrió, la columna dedicada a Artemiso Durezno. La venganza se sirve en plato frío, dicen. Pero si tan frío está, nadie la degusta.