martes, 15 de marzo de 2016

Veinte segundos de amor



Veinte segundos de amor


Ya lloró el poeta la desgracia cruel de ser ciego en Granada, pero qué metáfora imposible hubiera ideado si llega a verte como yo te contemplo ahora, cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, en esta tarde de junio, recostado en la pared como el preso al que comunican un indulto inesperado. Ni Alhambras, ni Generalifes, ni obra alguna del hombre alcanzan el esplendor de la naturaleza encarnada en ti, bailarina desgranando ante mis ojos la milenaria danza que prologa al amor. Acunados por el rumor de voces y pasos presurosos al otro lado de tabiques, somos dos robinsones en una burbuja de paz.

En su llama mortal la luz te envuelve, y no importa que sea la de un tibio fluorescente, con la fuerza justa para tiznar en tu espalda la sombra del sostén – las manos expuestas hacia delante en un gesto de entrega – mientras se desliza hasta liberar tus senos, esclavos del pudor; o para bañar con parquedad tu desnuda magnificencia, tu cuerpo ya despojado de toda adherencia superflua mientras te giras hacia mí, dispuesta a la consumación como una virgen ofrecida en sacrificio. No importa la pobreza del decorado cuando esplende la trama, ni tu estatua absorta, sola en lo solitario de estas horas de muertes, porque en los preámbulos del amor, como en los de la muerte, ningún apoyo sirve para eludir el vértigo y sé que, como yo, te hallas llena de las vidas del fuego.

Inclinado en la tarde tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos y, en un relámpago de telepatía, los alzas de improviso. Un segundo se cruzan nuestras miradas, y un segundo basta para que de la tuya emerja la costa del espanto, la furia de ese mar que sacude tus ojos oceánicos, y la mía reciba el latigazo del desprecio. De un manotazo corres la cortina del probador que tu marido, con masculina indolencia, dejó entreabierta al partir hacia la sección de ropa, en busca de más bikinis que hurtarán en la piscina los vasos del pecho y las rosas del pubis que he sentido míos mientras te quitabas el último modelo rechazado, ajena a lo que te rodeaba. Corres la cortina como una postrera bofetada y me abandonas sentado en mi cubil, sintiendo de pronto el frío en las piernas desnudas sobre las que se arremolina el pantalón que iba a probarme; entonando, tras los veinte segundos de amor, esta canción desesperada.

Ganador del III Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos ‘Luis del Val’ (2006)

martes, 8 de marzo de 2016

8 DE MARZO

Teníamos un profesor en el instituto que fomentaba la participación mediante debates sobre temas más o menos candentes. En uno sobre la Mujer se me ocurrió reivindicar el papel femenino en la sociedad rural tradicional, al menos en la que yo conocía. Opiné que las mujeres trabajaban más que los hombres, porque lo hacían fuera y dentro de casa. Tal vez los hombres realizaran esfuerzos físicos de mayor intensidad, pero las mujeres colaboraban en faenas del campo y, además, llevaban el peso de la casa, mientras que los hombres eludían todo lo relativo a faenas domésticas. Y, por supuesto, sin reconocimiento alguno. Recuerdo que algunos compañeros reaccionaron ofendidos, como si fuese un traidor a la causa masculina. Uno, incluso me soltó que, con esa defensa de las mujeres ¡¡ligaría mucho!!. Esa postura machista ya me resultaba chirriante en adolescentes de comienzos de los ochenta, integrantes de una sociedad más industrial que agraria, pero lo que no sospechaba es que treintaypico años después, en una sociedad casi postindustrial, seguirían existiendo desigualdades entre los sexos. Y mentalidades que las sostienen.

jueves, 3 de marzo de 2016

Un paseo en bicicleta se parece a la vida: avanzas kilómetros sobre un secarral y, de repente, te encuentras con la sorpresa de un barranco húmedo que nace y muere en medio del monte, sin origen ni destino. Un regalo de agua que emerge con el único afán, en apariencia, de esculpir formas caprichosas en las rocas o de permitir que algunas plantas crezcan y rompan la monotonía del paisaje. Tal vez en una época remota, de más pluviosidad, ese barranco fue un río y ahora es un resistente agónico, un anacronismo, como alguien que no ha adaptado su modo de vida a los nuevos tiempos y, por inercia, pervive en un mundo que ya no es el suyo.
Dejas atrás el barranco y, unos kilómetros después, te encuentras con restos de trincheras de la Guerra Civil, junto a molinos de viento cuyo zumbido, constante y algo inquietante, te recuerda que nada se detiene y que siempre, sobre las ruinas, se genera algo nuevo y distinto.