jueves, 3 de marzo de 2016

Un paseo en bicicleta se parece a la vida: avanzas kilómetros sobre un secarral y, de repente, te encuentras con la sorpresa de un barranco húmedo que nace y muere en medio del monte, sin origen ni destino. Un regalo de agua que emerge con el único afán, en apariencia, de esculpir formas caprichosas en las rocas o de permitir que algunas plantas crezcan y rompan la monotonía del paisaje. Tal vez en una época remota, de más pluviosidad, ese barranco fue un río y ahora es un resistente agónico, un anacronismo, como alguien que no ha adaptado su modo de vida a los nuevos tiempos y, por inercia, pervive en un mundo que ya no es el suyo.
Dejas atrás el barranco y, unos kilómetros después, te encuentras con restos de trincheras de la Guerra Civil, junto a molinos de viento cuyo zumbido, constante y algo inquietante, te recuerda que nada se detiene y que siempre, sobre las ruinas, se genera algo nuevo y distinto.




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