viernes, 23 de diciembre de 2016

El tipo que escuchaba a John Lennon (Un cuento de pre-Navidad)

Cuando se acerca la Navidad siempre me acuerdo de John Lennon. No me refiero a las fiestas y su carrusel de nostalgias, con los anuncios de las burbujas Freixenet o el vuelve a casa, vuelve, sino a los días previos, los que, en 1980, transcurrieron entre la noche en que un loco le descerrajó varios tiros por la espalda al ex - beatle y las vacaciones con las que finalizó el primer trimestre en el instituto donde estudiaba segundo de BUP.
Indisoluble a este recuerdo de Lennon es el de Pedro, mi amigo y compañero de estudios, de largos paseos al mediodía hasta los pisos donde comíamos y de las incomodidades que supone estudiar en una localidad distinta a la tuya. Aquel curso, algunas tardes, la lotería de los horarios nos dejaba un hueco entre la última clase y la salida del autobús hacia nuestros respectivos pueblos. Como las tardes de diciembre, en Huesca, no invitan a permanecer en la intemperie buscábamos refugio en el Churruca, un local con billares, futbolines, alguna máquina recreativa y una gramola. Al hombre que encontrábamos en la puerta, vigilando, lo llamábamos también Churruca. No sé si era su verdadero apellido o lo asimilaron al del garito y con él se quedó. Tampoco si se trataba del dueño o de un empleado. Churruca era un hombre pequeño y delgado, con cierto parecido al actor Eduardo Gómez Manzano. Al igual que éste, con tres décadas de diferencia, poseía un rostro trabajado por la vida, o sea, el rostro de quien parece habérsela bebido en la barra de un bar. A diferencia del actor, andaba siempre con el ceño fruncido. 

Pedro y yo matábamos la espera echando partidos en el futbolín. A esa hora solía haber poca gente y no existían problemas de saturación. Al ser uno contra uno, nos movíamos con rapidez de punta a punta, abarcando como podíamos los cuatro mandos. Era una buena forma de entrar en calor. Los antros como el de Churruca arrastran mala fama por las películas de adolescentes norteamericanos con problemas; sin embargo, no recuerdo que en él sucediera nada raro. Nadie quiso vendernos ningún tipo de droga, ni se nos acercaron señores con gabardina ofreciendo dinero – para los caramelos ya estábamos demasiado talluditos. Desconozco si nos delataban nuestras pintas de chavales con pocos recursos, nuestros rostros de quinceañeros modosos o que Huesca tenía sus limitaciones hasta para la maldad. Unos años después, hacíamos bromas con un trío de punkies - esto va por lo de las limitaciones, no por lo de la maldad - que, con cara de pocos amigos, se paseaban por la zona de marcha. Afirmábamos que eran contratados por el Ayuntamiento para darle un aire de contemporaneidad a la pequeña capital de provincia. Con el tiempo incluí al Churruca en un relato titulado “Un puente sobre la espiral”, convirtiéndolo en lugar de captación por parte de unos cabezas rapadas neonazis. Darle un toque siniestro a lo que fue una realidad anodina es una forma de embellecer su recuerdo. Porque, repito, nada de eso vi entre aquellos futbolines y billares y, si lo hubo y mi miopía fue la causante de su idealización, el relato podrá considerarse la prueba – aunque sea de carambola - de que la verdadera historia se conoce a través de la literatura.

A quien sí vi fue al tipo que, a diario, echaba una moneda en la gramola para que sonase  Just like starting over, de Lennon. Su imagen en mi memoria es borrosa, como esos tickets impresos en papel térmico cuyos datos, con el tiempo, se van difuminando. Lo veíamos como a un mayor, es decir, aplicando el barómetro adolescente para las edades, con seguridad pasaba de los dieciocho y con probabilidad no alcanzase los treinta. En cualquier caso, juraría ahora, alguien para quien los Beatles sólo podía significar un recuerdo infantil o adolescente de quien escucha los discos del hermano mayor. 
En el catolicismo existe – o existía - la costumbre de La novena, una serie de nueve misas dedicadas al fallecido unas semanas después del óbito, cuyo significado aúna homenaje, recuerdo y no sé si una especie de ayuda para que alcance el reino de los cielos. Como si de una novena beatlemaníaca se tratase – por algo los cuatro de Liverpool eran más famosos que Jesucristo, según el finado John, y la disputa con los Rolling semejó, en su momento, un trasunto de las antiguas guerras de religiones - este individuo aparecía a media tarde en el Churruca y, sin mediar saludo, se encaminaba directamente a la gramola. No recuerdo si vino nueve días exactos, pero sí que siempre, al poco de caer la moneda y pulsar el botón correspondiente, sonaban las campanillas introductorias de la canción, aparecida como single dos meses atrás para celebrar el cuadragésimo cumpleaños de su creador y convertida en un homenaje póstumo en discotecas y emisoras. El tipo permanecía inmóvil hasta que la melodía terminaba, quizás rezando con Lennon los versos del tema (It'll be just like starting over - starting over, Será como empezar de nuevo, empezar de nuevo) igual que los fieles acompañan al párroco en sus letanías, mientras nosotros, unos metros más allá, movíamos los mandos del futbolín al ritmo de la música y escuchábamos, sin comprenderlas todavía, las exhortaciones de John: Let's take our chance and fly away somewhere alone. Vamos a arriesgarnos y a volar a algún lugar solos.  

viernes, 11 de noviembre de 2016

Leonard Cohen

Al regresar a su país, un jugador americano del Peñas (el equipo de baloncesto de Huesca) declaró que había jugado en una ciudad situada en el fin del mundo. Yo vi cantar a Leonard Cohen 80 kilómetros más allá del fin del mundo, en el patio de una antigua fábrica de Binéfar. Probablemente fue uno de los enclaves más surrealistas en los que el canadiense dio un recital. Era el 11 de junio de 1988, durante la gira europea de I’m your man, el disco destinado a ser su canto de cisne – un cantautor más arrastrado por el ruido o la banalidad – y que lo convirtió en Ave Fénix. Venía de París, Londres, Dublín y Lisboa, y prosiguió en Bilbao. Y en medio, la algodonera de Binéfar. Toma ya. Para ser sinceros, ese resurgimiento vino precedido, al menos en España, del éxito alcanzado, un par de años antes, por la adaptación del poema Pequeño vals vienés, de Lorca, incluido en un disco coral conmemorativo del medio siglo de su asesinato. El disco se titulaba Poetas en Nueva York y la canción, Take this waltz, abría la cara B nuevo disco – hablamos todavía de vinilos y cassetes. Con la perspectiva del tiempo, quizás deberíamos recordar que, en plena ola de movidas, new romantics y coletazos del punk, en España también sucedió el resurgir de gentes como Aute, Serrat o Sabina. Y en el mundo, por poner un ejemplo, la irrupción de Tracy Chapman. Había público para todo y mucho de ese público no era tan sectario como se afirmaba. Algunos bebíamos con Mi agüita amarilla y besábamos con Suzanne.  

Lo cierto es que al concierto asistió menos gente de lo que Cohen merecía. En el artículo de Somos Litera dan algunas explicaciones referidas a la política local. No sé si lo justifican. Por mi parte, recuerdo que fui solo – pocos de mis amigos hubieran pagado por ver al canadiense, pero ninguno si, además, debía tragarse hora y pico de coche por carreteras nacionales- y que hallé a un único conocido, Javier Inglada, un paisano de Sangarrén con quien años atrás también había coincidido en un concierto de Pablo Milanés, en Huesca (que también merecerá una entrada, otro día). Seguro que, ahora, saludaría a más gente. Carlos Castán también asistió, incluso es posible que fuera en el grupo de Javier, pero no nos conocíamos todavía. Bien mirado, ese concierto y ese entorno eran el espejo de cómo me sentía entonces. Unos meses antes había finalizado una relación de casi dos años y faltaba un tiempo para que iniciase otra. Andaba medio descolgado de un mundo pero sin asideros firmes, todavía, en otro. Un poco como Cohen, intentaba reconstruirme en un universo sin redes sociales ni móviles, y el azar me llevaba a 80 kilómetros más allá del fin del mundo. Un poco como Cohen, arrinconaba los malos momentos y la extrañeza del entorno para ofrecer una imagen digna, como si estuviéramos en una reunión de amigos o un concierto en el Carnegie Hall. Guardo imágenes sueltas, fogonazos que coinciden con las fotografías del reportaje que he descubierto hoy, al hilo de la noticia del óbito. La presencia de Cohen, combinando cercanía y solemnidad, las de las dos hermosas muchachas que le hacían los coros y, por encima de todo, el gozo de escucharlo en una noche de primavera, al aire libre – o eso quedó fijado en mi memoria, tal vez errada – y la certeza de haber asistido a uno de esos momentos irrepetibles.
Hasta siempre, amigo. Gracias por tanta belleza y por el lujo de que hayas acompañado y enriquecido mi vida, con la certeza de que lo seguirás haciendo hasta el final. Hago mías las palabras de despedida que le dedicaste hace unos meses a Marianne: “Que sepas que estoy tan cerca de ti que, si extiendes tu mano, creo que podrás tocar la mía. Ya sabes que siempre te he amado por tu belleza y tu sabiduría pero no necesito extenderme sobre eso ya que tú lo sabes todo. Solo quiero desearte un buen viaje.”


  

lunes, 12 de septiembre de 2016

Un grifo pervive en la pared de lo que, hace años, fue terraza. Ya no existen el lavadero donde vertía el agua, ni el suelo sobre el que se apoyaba el lavadero. La cañería que lo abastecía está seca. Si fuera más grande lo llamarían arqueología industrial, pero los grandes nombres nunca se crearon para las cosas pequeñas. A su lado, cercada por toneladas de cemento, una higuera crece solitaria. Aislada en un ambiente hostil, no ceja en su empeño de desarrollarse. La una quiere vivir y la vida del otro ya no tiene sentido aunque, mosca cojonera, nos recuerda que hubo una época en que la ordenación de ese espacio fue distinta, y distintas las personas que lo habitaron. Ambos están condenados, la una, a ser arrancada cualquier día; el otro, al escarnio de que la intemperie lo oxide hasta volverlo irreconocible. Y sin embargo allí siguen, una extraña pareja generada por el azar que me ha despertado simpatía. La simpatía por quienes malviven en un mundo plano y rugoso y, a pesar de ello, sacan la cabeza para generar belleza, cada uno a su modo, y romper la grisura monocroma.



lunes, 8 de agosto de 2016

PAUL CELAN Y UN ANCIANO DE HUESCA.


TODO EN UNO

Trece de febrero. En la boca del corazón
despierto schibboleth. Contigo,
Peuple
de Paris.
No pasarán.
Corderillo a la izquierda: él, Abadías,
el anciano de Huesca, vino con los perros
por el campo, en el exilio
se irguió blanca una nube
de nobleza humana, él nos
dijo en la mano la palabra que necesitábamos, era
español de pastores, allí,
en la gélida luz del crucero “Aurora”:
la mano fraterna, haciendo señas con la
venda retirada de los ojos grandes
como la palabra — Petrópolis, la
ciudad migratoria de los inolvidados,
te era toscana también, de corazón.
¡Paz a las cabañas!


En 1962, Paul Celan y su mujer, Gisèle de Lestrange, compraron una casa de campo en Moisville, un pequeño pueblo al sureste de Normandía, de apenas 150 habitantes. Allí conocieron a Abadías, “el anciano de Huesca” que le enseñó su “español de pastores” y al que inmortalizó en este poema, incluido en el libro “La rosa de nadie”. En las navidades de ese mismo año, Celan sufrió una fuerte crisis depresiva e inició su cuesta abajo definitiva. Las causas venían de antaño y eran varias, desde el trauma del holocausto a una acusación de plagio, e intuyo que ya afloraban cuando vieron venir a Abadías, “corderillo a la izquierda (…) con los perros por el campo”.
Daniel Abadías era un republicano exiliado que trabajaba como pastor en Moisville. En el poema simboliza la “nobleza humana” que “nos dijo en la mano la palabra que necesitábamos”. Probablemente, Celan funde su figura con la del profeta Abdías, que predijo el fin del reino de Edom. Con Edom, a su vez, intuyo una identificación del propio autor, en un autorretrato desolado y desolador, fruto de la depresión: abandonado por aliados y amigos, sin la sabiduría que cree poseer, Edom/Celan será arrasado por los ladrones/enemigos. Abadías también representa, quizás, un  ideal de coherencia ideológica y paz espiritual, en contraste con la marejada interior del poeta, para la que sería un bálsamo.
En el poema se mezcla lo personal y lo colectivo, la base ideológica antifascista con fogonazos íntimos, imágenes herméticas que crean una atmósfera de contrastes, un anhelo de paz en un universo violento, sugiriendo más que narrando. Recordemos que, en 1962, la guerra fría se halla en su punto álgido, a punto de convertirse en conflagración mundial con la crisis de los misiles. La hecatombe atómica parece a la vuelta de la esquina. Aún está fresco el cemento del muro de Berlín y, su antítesis, el impacto de la revolución cubana. Los jóvenes del mundo occidental bullen en  movimientos que desembocarán en actitudes públicas contestatarias, más o menos revolucionarias. Es, igualmente, el fin de la mortífera guerra de Argelia, incrustada en el proceso descolonizador, con el impacto que tuvo en Francia, país de adopción de Celan. Una sociedad distinta está germinando, unos modos distintos de relacionarse y de manifestarlos a través de los actos creativos. Un tiempo del que, parafraseando a Vasili Grossman, Celan quizás siente que ya no será hijo, sino hijastro. Las referencias culturales del poema, aunque emotivas, invocan al pasado. Se menciona al “Aurora”, el crucero cuyo cañonazo fue la señal para el asalto al Palacio de Invierno, origen de la Revolución de Octubre, en Rusia. “Schibboleth”, palabra hebrea, con el significado de contraseña que identifica frente al enemigo, unido al “No pasarán” de nuestra Guerra Civil. Intuyo en Petrópolis, “la ciudad migratoria de los inolvidados”,  una referencia a Stefan Zweig y su esposa, que huyendo del nazismo terminaron suicidándose, en 1942, en esa ciudad brasileña, convencidos de la debacle de la cultura alemana y del fin de la civilización. 1942 fue, también, el año en que los nazis detuvieron a los padres de Celan. Su asesinato, poco después, marcó definitivamente al poeta, sobre todo la pérdida de su madre, con la que estaba muy unido.
Allí, en ese momento, apareció Abadías con sus perros y su cordero, “se irguió blanca una nube”. Desconozco si el contacto fue casual o lo mantuvieron en el tiempo. En todo caso, la “paz a las cabañas” no alcanzó a la humanidad, ni mucho menos a Celan, que tras varios intentos consiguió suicidarse en 1970, arrojándose al Sena desde el puente Mirabeau, en París.   




martes, 19 de julio de 2016

EL DÍA DESPUÉS EXPLICO ALGUNAS COSAS:
Estas líneas vienen a cuenta de las opiniones, respetables, de quienes consideran aburrido recordar que un dieciocho de julio de hace ochenta años hubo un golpe de estado en España que desencadenó una guerra civil. Desconozco si, en consonancia, también les aburre rememorar el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima o el Holocausto de los judíos, más o menos contemporáneos, si bien nunca he leído sus quejas sobre ello en las redes sociales. Sí que he leído sus bostezos –metafóricos- cuando se anuncia una película o un libro ambientados en nuestra guerra, pero también sus aplausos - o su silencio indiferente- cuando proyectan “El hundimiento” o “La lista de Schindler”, o cuando “El niño del pijama de rayas” se convierte en best-seller. Tampoco me consta que en el resto del mundo, con especial incidencia en los países afectados, se aburran de rememorarlas. A lo mejor porque esas fechas o esos acontecimientos, pertenecen a una época que aún perdura, que casi un siglo después sigue siendo la nuestra. Mal que nos pese, algo semejante sucede con la Guerra Civil. Sin ella, sin lo que hubo antes y sin lo que vino después no se puede comprender, del todo, nuestro presente, de igual modo que, tras una ruptura, las secuelas de la convivencia con la antigua pareja afectan durante un tiempo más o menos largo. Lo que cuento a continuación son historias personales, de mi familia.
Mi tío Antonio, el hermano mayor de mi padre, murió en un combate de la guerra. Sigue enterrado (o eso prefiero pensar) en alguna fosa cercana al lugar donde lo abatieron. Su madre (mi abuela) nunca pudo darle sepultura en el cementerio donde ya reposaban su marido y los cinco hijos que había visto morir de diversas enfermedades. Durante cuatro décadas mantuvo en su habitación una fotografía suya, gigante, donde aparecía sonriendo. Una fotografía de un tamaño mayor que la de su matrimonio. Nunca vi imágenes del resto de vástagos. Tal vez no existieran, o tal vez el dolor que le ocasionó la desaparición de este hijo eclipsó a los demás. Tampoco recuerdo que mencionase a ninguno de los cinco en mi presencia, como sí sucedió con mi abuelo y con Antonio. Al primero, con anécdotas agradables. Al segundo, con tristeza. Evocando la pena de mi abuela por un hijo caído en una refriega, arma en mano, no quiero ni pensar en lo que han debido sufrir, y todavía sufren, los familiares de los miles de asesinados a sangre fría que siguen tirados, como perros, en hoyos improvisados en cunetas.
Mi tío Antonio era el único varón adulto (a los diecisiete años, entonces, ya se era adulto) destinado, ante la ausencia del progenitor, a continuar trabajando la tierra y mantener al resto de la familia. Mi padre tenía nueve años cuando su hermano murió. Vivía con mi abuela y dos hermanas, las supervivientes a contiendas y enfermedades: María, un poco mayor que Antonio, y Pilar, la benjamina. Para sobrevivir, María marchó a servir a Barcelona, y mi padre tuvo que engancharse a trabajar en lo que pudo. A los doce años pastoreaba unas vacas que le multiplicaban en peso y tamaño. No pudo volver a la escuela. Sufrió, durante la infancia y la juventud, los rigores de una mala alimentación y unas desfavorables condiciones de subsistencia. España, un país ya de por sí atrasado, hasta la década de los cincuenta no recuperó el nivel económico anterior a la contienda. Existen estudios que apoyan o relativizan esa tesis, pero muchas veces oí mencionar, en mi entorno, las penurias de la posguerra, nunca las de la preguerra. Si existieron, la crudeza de aquellas hizo que se olvidasen. También decían que en el pueblo se pasó necesidad, no hambre como en otros sitios. Quizás algo de eso influyese en que, antes de cumplir los cincuenta, un cáncer se lo llevara por delante.
Mi abuelo materno tuvo la mala suerte de ser elegido alcalde por sus paisanos en febrero de 1936. Nunca fue un hombre violento, por obra o mandato. A partir de julio, un comité anarquista tomó el mando del pueblo. En marzo de 1938 los franquistas ocuparon Sangarrén y poco después lo apresaron, por el delito de haber sido alcalde durante la República. Fue condenado a una dura pena y recluido en la prisión de Burgos. Durante el lustro que allí permaneció sólo pudo recibir la visita de una de sus hijas (mi madre), gracias a un viaje algo rocambolesco. Aquel día les montaron una fiesta a los presos y los inmortalizaron, con los visitantes, en la foto que cuelgo abajo. Mi madre es una de las niñas sentadas en el suelo, en primera fila. Mi abuelo no quiso aparecer. Durante su encarcelamiento, mi tío Mariano, con diez años, el mayor de los cinco hermanos que entonces formaban la familia, también tuvo que dejar la escuela, para siempre, y trabajar en el campo, junto a su tío. Mi madre sí que permaneció en ella unos años. Recibió una educación, por llamarla de algún modo, que más allá de aprender a leer y las cuatro reglas la preparaban para ser una sierva en el hogar. El nuevo régimen se ensañó, en sus purgas, con los maestros que intentaban regenerar la mentalidad del país comenzando desde abajo, desde la educación. Mi madre, mi padre y mi tío pertenecen a una generación a la que le cortaron las alas. Una generación cuya vida, en otras circunstancias, sin el golpe de estado, la guerra civil y el franquismo, seguramente hubiera sido distinta, y mejor. Mejor en lo material, al menos durante su primera mitad, y mejor en lo intelectual. Una generación que, en parte, sigue viva. Como sigue viva la de los nacidos en la inmediata posguerra, que no sufrieron el conflicto pero sí, consciente o inconscientemente, sus consecuencias.
He nombrado un par de ejemplos personales. No entro en aquellos que huyeron para salvar la piel y, si algún día intentaron volver, vieron cómo sus bienes habían pasado a engrosar las de sus vecinos vencedores. Bienes que ellos, o sus descendientes, nunca han podido recuperar. Lo mismo sucedió con los de algunos que no pudieron escapar a tiempo. Ni entro en las historias de humillaciones, rencores, degradación o cortapisas burocráticas que muchos padecieron a causa de sus ideas o de que el azar, durante unos meses, los colocó en la trinchera equivocada.
Tampoco hago referencia a las grandes cuestiones, sobre la que ya existe abundante bibliografía.
Y no se trata de revanchismo, ni de rencor. El rencor, paradójicamente, parece habitar en algunos de los que no quieren recordarla. El rencor - o, quizás, algo parecido al remordimiento - es lo único que puede mover a una posición de inhumanidad tan atroz como la de impedir que las familias recuperen a sus muertos de las cunetas para darles, en su mayoría, cristiana sepultura. En los casos de mi familia, por ejemplo, el paso del tiempo y el carácter de sus protagonistas llevó a que mi abuelo desarrollara una relación estupenda con un antiguo y reconocido afín al régimen, Luis Gómez Laguna, el que fue alcalde de Zaragoza y da nombre a una de sus principales avenidas. Gómez Laguna, como heredero de la casa más potente de Sangarrén, solía venir los fines de semana. Muchos domingos, antes de comer, los dos abuelos charlaban durante un buen rato. O la familia de mi padre tuvo relaciones tan estrechas con alguna de otra ideología que a sus miembros, en mi infancia, los llamaba tío o tía. Sé más historias curiosas que me guardo para otro post o para algún relato.
Nadie quiere cortar el pescuezo de nadie. Los que en su momento tenían sobrados motivos para desearlo hace tiempo que desistieron, aunque fuese por impotencia. Los hijos y nietos de los rivales convivimos sin tener presente aquello, incluso son (somos) amigos. Algunos, si se repitiera hoy el mismo hecho, intercambiarían, por interés o convicción, los bandos de sus abuelos.
Pero una cosa es vivir en el pasado y machacar con él como si fuera algo candente, lo que ya no sucede, y otra olvidarlo con gesto de esnob (o como se diga ahora). Quien desconoce su historia está condenado a repetirla, dice el célebre axioma tantas veces mencionado (y cuya repetición, al parecer, nunca aburre). El día que la Guerra Civil incida en nuestro presente de un modo tan liviano como, por ejemplo, las guerras carlistas nadie recordará su inicio, más allá de los eruditos. Cuestión de tiempo. Yo, de vez en cuando, me acuerdo con pesar de la fotografía y de los huesos de un tío al que sólo conocí por su retrato y por los testimonios de quienes lo quisieron. Mis hijos no conocieron la fotografía de su tío abuelo, y la de su abuela en Burgos supongo que les resulta un objeto de museo.

martes, 14 de junio de 2016

Pessoa



Ayer, hace un siglo exacto, Fernando Pessoa debió celebrar o maldecir su vigésimo octavo cumpleaños. El Pessoa que más me interesa, y el primero que descubrí, es el del Libro del desasosiego, atribuido por el autor a su heterónimo Bernardo Soares, según su creador un «semiheterónimo porque no siendo su personalidad la mía, es no diferente de la mía, sino una mutilación de ella. Soy yo, menos el raciocinio y la afectividad». Soares, un oficinista aburrido entre los papeles, ve la vida pasar desde su puesto y reflexiona sobre ella. Por razones profesionales, enseguida lo percibí como alguien próximo.
Tardé un par de décadas en conocer Lisboa y me enamoró desde el primer paseo. Hay ciudades en las que siempre te sientes forastero, otras que te acogen como un amigo o pariente recibido con alegría y otras en las que te reconoces como el hijo pródigo que regresa y, en lugar de ir descubriendo sus rincones, recreas los lugares en los que fuiste tú antes de la partida. En Lisboa me sentí esto último. Por supuesto, tomé un café en A Brasileira y me fotografié con su estatua, incluso la mencioné en un poema que sólo podía titularse Fado. También visité su tumba, una discreta urna semi escondida en el claustro del Monasterio de Los Jerónimos, donde trasladaron sus restos al conmemorarse el cincuentenario de su muerte. Contrasta con la magnificencia de la de Alexandre Herculano, historiador y primer alcalde de Belem, en la sala capitular. Una magnífica metáfora sobre el diferente reconocimiento oficial concedido a un político local frente a un literato universal. También me alargué hasta su casa, convertida en una especie de museo/casa de cultura. Me sorprendió que, en el recibidor, a modo de embaldosado, lo primero que el visitante halla es la carta astral de su antiguo inquilino, muy aficionado a la astrología. Se cuenta que la poeta brasileña Cecilia Meireles, gran admiradora suya, durante una visita a Portugal para dar conferencias en las Universidades de Coimbra y Lisboa, removió Roma con Santiago hasta conseguir una cita con Pessoa. Quedaron a las 12 del mediodía. A las 2, harta de esperar, se marchó. Cuando llegó a su hotel encontró un ejemplar dedicado de Mensagem, junto a una nota, donde su autor justificaba el plantón aduciendo que había consultado el horóscopo y éste le aseguraba que “no se encontrarían”. Lo que, efectivamente sucedió.
Al salir de la casa de Pessoa cogí un tranvía antiguo, de esos que circulan por Lisboa, a los que perdonas la incomodidad por la belleza de sentirte integrado en ese paisaje con el punto justo de decadencia, como una vez lo definió una amiga. El tranvía llegaba hasta la Baixa y, de repente, sentí el relámpago en la mente. Estaba realizando el mismo trayecto que Soares/Pessoa recorría hacia su trabajo, en la Rúa dos Douradores. De acuerdo, Bernardo Soares es un heterónimo, un personaje ficticio. Y no tenía la certeza de que Pessoa, realmente, trabajase en una oficina de esa calle. Pero si la literatura siempre tiene un punto de evocación y de magia, te hace vivir otras vidas y la tuya misma de otras maneras, ¿por qué no imaginar que ocupaba el sitio exacto del escritor, ochenta años atrás, en este mismo tranvía desvencijado? ¿Que mi cuerpo ocupaba el espacio del fantasma de Pessoa, éramos dos en uno, y sus ojos veían a través de los míos los mismos edificios, mientras su mente iba cavilando las ideas que luego Soares transcribiría, sobre su escritorio, en frases como las que siguen? :
Le he pedido tan poco a la vida, y ese mismo poco la vida me lo ha negado. Un haz de parte del sol, un campo […], un poco de sosiego con un poco de pan, no pesarme mucho el conocer que existo, y no exigir nada de los demás ni exigir ellos nada de mí. Esto mismo me ha sido negado, como quien niega la sombra no por falta de buenos sentimientos, sino para no tener que desabrocharse la chaqueta […]
Escribo, triste, en mi cuarto tranquilo, solo como siempre he estado, solo como siempre estaré. Y pienso si mi voz, aparentemente tan poca cosa, no encarna la substancia de millares de voces, el hambre de decirse de millares de vidas, la paciencia de millones de almas sumisas como la mía, en el destino cotidiano, al sueño inútil, a la esperanza sin resquicios. En estos momentos, mi corazón late más alto debido a mi conciencia de él. Vivo más porque vivo mayor. Siento en mi persona una fuerza religiosa, una especie de oración, una semejanza de clamor. Pero la reacción contra mí me baja de la inteligencia… Me veo en el cuarto piso alto de la Calle de los Doradores, me siento con sueño; miro, sobre el papel medio escrito, la vida vana sin belleza y el cigarro barato […] sobre el secante viejo. ¡Aquí yo, en este cuarto piso, interpelando a la vida! haciendo prosa […]”

A la altura del Chiado me desgajé del fantasma de Pessoa; me despedí, deseándole buena jornada, y bajé del tranvía.




sábado, 28 de mayo de 2016

La Tormenta en un Vaso: Tres desconocidas, Patrick Modiano

Mi reseña sobre "Tres desconocidas", de Patrick Modiano, aparecida en La tormenta en un vaso.

La Tormenta en un Vaso: Tres desconocidas, Patrick Modiano: Trad. María Teresa Gallego Urrutia. Anagrama, Barcelona, 2016. 184 pp. 16,90 € Miguel Carcasona Hay quien nace con estrella y ...

lunes, 16 de mayo de 2016



“CONFIDENCIAS”.

Ayer volví a ver, después de casi tres décadas, “Confidencias” de Visconti. La primera vez me impactó tanto que le dediqué varios folios en una carta escrita al día siguiente. Para situaros, estaba en cama (para ser exactos, en el sofá) recuperándome de una enfermedad, tenía todo el tiempo del mundo, no existían el wathsapp ni la tarifa plana y sí una chavala (novia, que se decía antes) en otra ciudad, con la que me carteaba, método más romántico y barato que la llamada telefónica; aparte de que tampoco existían los móviles y ella sólo tenía acceso a un auricular el fin de semana.
No recuerdo una película, hasta La Gran Belleza, que me haya generado tal cantidad de ideas o reflexiones. Ni, por supuesto, pasados los años, recuerdo una sola de las ideas o reflexiones que me generó. Es más, ayer, a estas horas, si me hubieran pedido opinión, sólo podría haber respondido que se trataba de una cinta dirigida por Visconti y mencionado la historia de la carta. Por desgracia, mi memoria suele gustar más de la anécdota que de la sustancia.
Así que me senté ante el televisor con un espíritu de arqueólogo de mí mismo y con la esperanza de que, conforme la proyección avanzase, aquella marejada de conceptos e impresiones saldrían a mi encuentro, como los escondidos salen a la luz cuando es desalojado el ejército enemigo. Dos horas después, ninguna había abandonado su escondrijo, convertido en tumba definitiva salvo que un improbable azar haya conservado aquellos folios. En cambio, tenía la certidumbre de que, si lo hubieran hecho, a muy pocas las habría reconocido como hijas. La certeza de que la película era la misma – más ajado el celuloide y algunos diálogos – pero yo era otro, y otro el temple que la recibía, y otra la mirada que la diseccionaba.
 
 

viernes, 6 de mayo de 2016

Escuchar el Moldava, de Smetana. Compararlo con lo que aquí, en Zaragoza, se ha dedicado al Ebro - al menos con lo que ha trascendido a un público amplio - las coplas dedicadas a la Virgen del Pilar en las que el río es mero atrezzo, corista en lugar de corifeo. Comprender entonces por qué, cuando atravieso algún puente del aragonés, me viene a la cabeza la melodía inspirada por el checo. Comprender también por qué uno es sinónimo de universalidad, siendo parte de una obra de tinte nacionalista titulada “Mi patria”, y al otro se le asimila con el cachirulo y el “chufla, chufla, que como no te apartes tú…”.
Ampliar la reflexión y que alcance al concepto de baturro. Me fastidia que se identifique aragonés con baturro, una figura potenciada – por no decir inventada - por la burguesía como un término despectivo hacia el de abajo, fundamentalmente el de ámbito rural. Cuando leí los cuentos baturros y similares sentí lo mismo que ante un texto de Jovellanos, describiendo una romería popular y su fiesta consiguiente, sobre el que nos pidieron la opinión en una clase de Literatura. Allí dije que, a la vista de lo escrito, deducía que Jovellanos nunca había asistido a una fiesta popular. O, al menos, nunca la había vivido desde dentro. Podría haber ido como espectador, pero sin integrarse – ni ser integrado – del todo. Más o menos, como el jefe de la empresa en una cena de curritos.  En los cuentos baturros daba la impresión de que su autor, aunque hubiese observado al estrato social que describía – nunca como un miembro integrado -, no había ahondado más allá de la apariencia, exagerando el rusticismo hasta el ridículo. Una exageración ridiculizante que, si no me falla la memoria, no alcanzaba a otros estamentos. Más o menos lo que prosiguió, décadas después, Paco Martínez Soria en sus películas.

Tuve que leer Camino de sirga y penetrar en el universo de Moncada para desternillarme con la socarronería de los aragoneses, descrita desde dentro, y sentir al Ebro restituido en el papel protagonista que merece. Tal vez no sea casualidad que esa restitución se ambiente en el lugar donde sus aguas se despiden de Aragón.   

viernes, 29 de abril de 2016

En la mirada del fotógrafo, en la percepción de la realidad que luego se plasma en la imagen, se refleja su forma de ser, el modo en que afronta la vida y el contacto con las gentes que lo pueblan. Si, además de destreza técnica, posee sensibilidad de artista, la capacidad de ver figuras donde la mayoría sólo ve útiles cotidianos, de extraer la belleza de esa realidad circundante o de crearla con los materiales que ésta le concede, surgen fotografías como las que Beatriz Pitarch expone en la sala Koralium, y de la que este corazón es una buena muestra. No se trata de una composición de laboratorio. La amalgama de techos y barandillas recibe a los visitantes que transitan por la estación de tren de Sevilla. Beatriz lo percibió y no dudó en tirarse al suelo, rodeada de pasajeros atónitos, para conseguir la instantánea. ¿Cuántos cientos de miles habremos caminado por esos pasillos sin verlo? Para ello es necesaria la conjunción de atributos personales que ella posee: entusiasmo ante la vida, actitud positiva con las gentes que encuentra a su paso y un punto de desparpajo para no dejar escapar las oportunidades que se le presentan.
Anteayer disfruté visitando la exposición y, si os animáis a verla, seguirá allí hasta final de junio.

miércoles, 27 de abril de 2016

En el último número de Turia (117/118), han publicado mi relato "Jugadores y escritores", que aquí os dejo:

JUGADORES Y ESCRITORES.

Los artículos más polémicos de Santos Gulag fueron la serie de analogías que, en los últimos meses de su vida, estableció entre diversos escritores y jugadores de fútbol. En concreto, entre las características literarias de los primeros y la distribución sobre el campo, por posiciones, de los segundos. Santos Gulag era el seudónimo con que el profesor Silvestre Garcés firmaba su columna semanal de crítica literaria en El Jornal Vespertino, periódico íntegro y de raigambre, según rezaba el subtítulo, y el hecho de que las analogías fueran su aportación más controvertida habla, bien a las claras, del tono contenido y complaciente que dominó el millar largo de columnas publicadas.
La idea surgió por azar. La Universidad ofrecía a sus empleados un chequeo anual, que incluía la comunicación de los resultados en la consulta de un médico generalista. Durante veinticinco años había cumplido el ritual, distribuido en dos jornadas separadas por quince días: en la primera, la realización de las pruebas; en la segunda, la visita al médico, quien, sin levantar la vista de los folios, traducía en elementos de su cuerpo las cifras y signos dispersos por el papel. Al salir, tomaba un café mientras ojeaba el periódico y relajaba el temple. Aunque la rutina del dolor, como la llamaba, finalizase siempre con una sonrisa de aquel, seguida por la confirmación de su buen estado de salud y la cita para el año próximo, no conseguía evitar el ramalazo de angustia, la presión en el estómago al sentarse frente al hombre enfundado en una bata. Había probado, sin éxito, varios recursos para disminuirla. Unas veces cotejó el envejecimiento del doctor con el suyo, reconfortándose en su victoria y en la sensación de seguridad que produce la supremacía física; sensación que desaparecía cuando el contrincante abría la boca, como si en la enumeración indiscriminada de términos clínicos residiese el elixir de la juventud. Otras, se fijó en el escote de la enfermera que cumplimentaba una ficha en el lateral de la mesa y solía variar cada visita o, como mucho, cada dos. Algunos años – especialmente los últimos - el bálsamo parecía funcionar, sobre todo si era una estudiante en prácticas. Pero el hechizo se desvanecía cuando el médico comenzaba su perorata y la educación le obligaba a mirarlo, como si entre la enumeración indiscriminada de términos clínicos se ocultase, de modo subliminal, una amonestación contra el pecado.
Aquel año, Garcés acudió a la consulta con la habitual mezcla de angustia y confianza. Sin embargo, en ella ocurrieron algunos hechos que constató – dicho con propiedad, soportó – como el bañista al que arrastra una ola y es consciente, al unísono, de su situación y de la imposibilidad de gobernarla. En un momento dado, el médico interrumpió el bisbiseo y se detuvo en un punto del folio dos, frunció el ceño, avanzó una página, se detuvo en otro punto, retrocedió al folio primero en un rápido ojeo y volvió a centrarse en las cifras del segundo. Silvestre quiso mirar por encima del folio para observar qué había llamado su atención pero, al no lograrlo, optó por preguntarle si sucedía algo. Se sorprendió con el chillido de pájaro que le salió y comprendió que, además de nervioso, estaba asustado. Sin levantar la vista, ni desfruncir el ceño, el médico mostró su preocupación por el anormal índice de los marcadores de AFP. Entonces ocurrió. Resulta difícil narrar la concatenación de pensamientos que, en esas situaciones, se suceden con la velocidad del rayo. Aunque es más complicado todavía – en puridad, imposible – trasladar al papel los estados emocionales que se desencadenan a la par de los pensamientos. En el caso de Garcés aconteció lo siguiente: al escuchar el sintagma marcadores de AFP sintió un chispazo en su cerebro; asoció – o más bien se le apareció la asociación – los marcadores tumorales de AFP con los marcadores de la Asociación de Futbolistas Profesionales, en concreto con un contundente central del Osasuna alardeando del trabajo que le ocasionaba limpiar de sus tacos, tras cada partido, los restos de piel de sus rivales; notó un pinchazo en la espinilla, semejante al rasguño del taco de una bota; dio un respingo; la imagen de Rimbaud decadente cruzó por su mente y exclamó: “Sinestesia”. Esto, en cuya lectura se tarda diez segundos, transcurrió en tres. Estupefacto, el médico alzó la vista. “¿Perdone?”, inquirió. “Nada, perdone usted, ha sido un lapsus. Prosiga, por favor”. Incómodo, el otro se limitó a añadir, mientras le entregaba los folios a la enfermera, que debería someterse a unas pruebas más precisas. Su médico de cabecera lo derivaría al especialista oportuno. Silvestre lo escuchó removiéndose en la silla, como un alumno en los momentos previos a que suene el timbre del recreo. No le alertó que, en lugar de citarlo para el año próximo, le despidiera deseándole suerte. El miedo se había evaporado con el pinchazo, igual que el aire de un balón, siendo sustituido por la impaciencia. Luego comprendió que la impaciencia es otro indicio del pánico. Por los pasillos repitió la palabra sinestesia. Tantos años explicando a Juan Ramón, tantas veces aludiendo al soneto de Rimbaud para descubrir, en un consultorio, la manifestación empírica de la sinestesia. Ni siquiera se detuvo en el bar. Cogió el autobús y se marchó a casa.
Gulag consideró aquel suceso la génesis del impulso creador. Pero la transmutación de ese destello en las analogías tardó en concretarse. Al llegar a casa y quitarse los pantalones, en un gesto instintivo, se palpó la espinilla buscando alguna herida. Evocó los estigmas de los que presumen algunos iluminados y se repitió el proceso de aceleración mental: identificó el alarde místico con el del central del Osasuna y creyó que la, para él, exagerada religiosidad de los navarros había trascendido al fútbol. En una consecuencia ilógica, que le pareció lógica, recordó a la compañera de carrera que, en un San Fermín de los ochenta, se le entregó en cuerpo y alma para, acabadas las fiestas, retirarle ambas. La evocación le dejó un regusto amargo, maldijo los fanatismos, religiosos o ideológicos, y siguió saltando de rama en rama hasta que consiguió serenarse y darse cuenta de que todo aquel huracán sólo era, como la impaciencia, otra manifestación del terror.
La plasmación en la primera analogía llegó con la serenidad. A partir de la semana siguiente fue tomando conciencia de que se introducía en un túnel. Y conforme se sucedieron las pruebas, con una urgencia que, en sí misma, era síntoma de gravedad, intuyó que en ese túnel sólo se permitía avanzar para, quizás, toparte con la salida tapiada. Dicen los psicólogos que el impacto de la palabra cáncer en un enfermo es brutal. Incredulidad, rabia, tristeza, ansiedad o culpabilidad se suceden en el ánimo de quien recibe el mazazo. Silvestre no fue la excepción. También recomiendan varias terapias, desde la descarga emocional con personas de confianza, o con profesionales, a la realización de actividades placenteras. Silvestre desechó cargar con emociones negativas a nadie, más allá de una larga conversación con su hermano, y desconfiaba de los profesionales. De modo que optó por las actividades placenteras.
Lo que aquí nos interesa surgió al mezclar su conocimiento del entorno literario y de la teoría futbolística. Los agitó de tal modo que quedaron a la vista su dominio del entorno futbolístico y de la teoría literaria. Extendió el mejunje resultante sobre la base de un sofrito de malicia y lo aliñó con una pizca del resentimiento acumulado desde que Ramírez, un compañero de carrera, le apodara Feijóo, identificándolo con el protagonista de un cuento de Monterroso. Feijóo era un aspirante a escritor que, devorado por el agujero negro institucional, deviene en universitario experto en Unamuno; o sea, en fracasado, según el baremo de aquella banda de poetambres que iban a comerse la literatura, el mundo y, sobre todo, a las chavalas que lo pueblan.  Ramírez, la esperanza blanca de la literatura local, nunca pasó de ganar algunos juegos florales y terminó enseñando a leer a los cuatro críos de un pueblo perdido en lo más inhóspito de la región. Decidió inmortalizarlo reservándole el puesto de utillero, el encargado de hinchar los balones con los que juegan los auténticos futbolistas. Lo nombraría en la última reseña, junto al resto del cuerpo técnico.
El sosiego, que en este caso se parecía demasiado a la resignación, llegó tras asimilar un doble mazazo: el del diagnóstico de la enfermedad y el de la comunicación de la metástasis que hacía inútil cualquier tratamiento. El especialista compareció ante él escoltado por dos colegas. Mientras lo oía, le sorprendió su propia frialdad, incluso su sentido del humor al denominarlos, para sí, el equipo médico habitual. Sus circunloquios y eufemismos le recordaron la rúbrica de su primer jefe de departamento en la Universidad, el ínclito, mayestático y antediluviano Exuperancio Borderías. Al firmar cualquier documento, tras consignar con letra de colegial su nombre y primer apellido, Borderías ejecutaba con la estilográfica una danza circular alrededor de ellos, sin tocar el papel, como si quisiera asegurarse de la exactitud de la trazada o protegerlos de un mal espíritu. Por fin, a la cuarta vuelta, descendía en picado y plasmaba un círculo impreciso que los envolvía. Los miembros del equipo médico habitual quedaron impresionado por la entereza de Silvestre para afrontar la noticia – o eso le dijeron –, pusieron a su disposición los servicios psicológicos y paliativos del hospital, le estrecharon la mano y desaparecieron.
En esas circunstancias, al salir a la calle, hay quien se sienta en la acera a llorar sin consuelo. Otros se tiran delante del primer autobús que pasa. Los menos, cogen unas curdas de campeonato y marchan desaforados en busca de sexo, como si en lugar de unos meses la muerte sólo les otorgase una hora de vida, igual que al enamorado del romance. Garcés, en cambio, hizo fila en la parada del autobús y se encerró en casa. Permaneció tumbado en el sofá, mirando sin ver la televisión, hasta que ya entrada la noche se quedó dormido.
Al día siguiente había decidido en qué invertiría el tiempo que le quedaba. En primer lugar, envió a la secretaría de la Universidad el parte de baja. Después escribió a sus compañeros de Departamento, comunicándoles sin ambages su dolencia y que, para evitar escenas que agravaran su ánimo ya de por sí decaído, no aparecería más por la que fue su segunda casa. A los dos o tres más cercanos los llamó para decirles que ellos tenían abierta la puerta de la suya. También les indicó que, si no tenían inconveniente, les nombraba albaceas de su producción académica, incluidos algunos estudios que esperaba finiquitar antes de que la parca lo finiquitase a él.
Luego puso manos a la obra. Aquí nos centraremos en lo relativo a las analogías. Obviaremos esos trabajos donde el experto disecciona lo que otros han creado, mostrando el mundo interior que permitió su existencia y, a veces, demostrando al mundo exterior que el autor no dijo lo que dijo, sino lo que él sabe que quiso decir. También obviaremos detalles personales o escatológicos de la enfermedad. La primera medida fue modificar el seudónimo en su fuero interno. Cuando uno asume que camina hacia la muerte, los escrúpulos desaparecen. Santos seguiría firmando las columnas, pero seria Lucifer quien las escribiría. La bonhomía y comprensión se trastocarían en mordacidad. Todo dentro de un orden, por supuesto; los muros que uno alza en torno a sí, durante años, no es fácil derruirlos en un día, y el esfuerzo de esa demolición impide luego volar muy lejos si el tiempo disponible es limitado.
La primera analogía, bajo el título El arquero de las musas, la dedicó a Artemiso Durezno. Poeta según su tarjeta de visita; portero de centelleantes reflejos para nuestro autor. Durante medio siglo, ninguna musa le había colado una buena metáfora, ni mucho menos un poema completo de cierta entidad. Si acaso, algunos versos aceptables, el distintivo de los malos poetas. Sus libros habían visto la luz con una regularidad tan matemática como la medida de sus versos, gracias a las amistades que poseía en diferentes organismos públicos. Con una distribución aún más paupérrima que su calidad, los numerosos sobrantes de las tiradas abarrotaban los almacenes de dichos organismos.
La columna tuvo una nula repercusión. El vate era tan ignorado en los círculos literarios de la ciudad que ni enemigos tenía, y aunque le envió una carta manuscrita donde le expresaba más estupor que indignación, en el fondo, parecía feliz de que alguien le hiciera caso.
La siguiente correspondió a los dos laterales. En el fútbol moderno, los laterales han cobrado una importancia inusitada. Ya no son simples defensores, sino galgos que recorren, sin cesar, los cien metros que separan ambas líneas de fondo. En el lateral derecho alineó a Roberto Lanceras, autor de Nunca llueve en el sur de los Monegros. El típico ratonero, decía, con astucia para ganar la espalda del contrario y aparecer cuando menos se lo espera. Posee esa rara habilidad, innata en algunos, de trepar y beneficiarse de los resortes sociales. Controla a quién debe saludar y a quién adular. En cada reunión o sarao utiliza el tono adecuado igual que su homólogo en el campo lee el partido, sabiendo cuándo toca atacar y cuándo defender. Aunque no tiene especial talento ni virtud, utiliza la ratonería para situarse en el sitio exacto. De ahí que siempre haya encontrado un hueco al calor del poder, desde asesor del concejal de cultura hasta organizador de encuentros literarios con invitados de alto copete. Su punto débil, el mismo de los laterales brasileños: desguarnece la espalda, entendida como el soporte literario de sus escritos. Sus textos son humo de leña verde.
En el lateral izquierdo figuró Jesús Alba. En contraposición al anterior, un defensor a la vieja usanza, de los que nunca se aventuran en campo contrario. Sólo maneja la zurda, lo mismo para versos que para manifiestos de adhesión a múltiples causas perdidas. Pero es de fiar; a diferencia de Lanceras, ningún delantero le gana la espalda, ni deja en la estacada al resto del equipo por ambicionar un oropel.
Aunque ninguna queja le llegó por parte de Lanceras -fiel a su estilo indirecto, en acciones y oraciones gramaticales - Gulag era consciente de que le vetaría en el Congreso nacional sobre literatura y enología del próximo otoño. Poco le importó. Cuando el Congreso se inaugurase, llevaría meses criando malvas. Tampoco Alba se manifestó en ningún sentido, como en él era habitual.    
La pareja de centrales ocupó la siguiente columna. Segre y Valerio, novelistas de crímenes y remembranzas históricas, respectivamente. Mozos con buen porte y prestancia, de los que destacan en las fotos oficiales del equipo. En el juego, tendentes a retrasar el balón al portero o a despejar con un patadón, sin complicarse la vida. Traducido a su literatura, estructuras simples y personajes aún más simples, lo que unido a las fotografías de las contraportadas, siempre con la mirada en lontananza, despertaba la admiración de numerosas lectoras sin pretensiones.
Le tocó el turno a los mediocampistas. También agrupó en una la de los dos interiores, anodinos emborronafolios que hacían honor al nombre de su demarcación y jamás traspasarían las fronteras de su patria chica. Con la del medio centro defensivo consiguió, por primera vez, una cierta repercusión. En un ámbito previsible y en otro inesperado. No le sorprendió la polvareda en el mundillo literario. En ciertos ambientes sólo existe la idolatría o la ofensa, sin matices. Aunque él no considerase escarnio afirmar que Mallo, galardonado con premios de editoriales y ministerios, reconocido por la crítica y un considerable número de lectores, era un trabajador honesto que equilibraba sus obras como su homónimo en el campo equilibraba al equipo. Corría por tres, llegaba al corte de contrarios y excesos verbales y pasaba el balón al compañero más cercano, con frases cortas y sencillas. Eso sí, que nadie esperase virguerías estilísticas o estructurales en sus novelas, igual que el medio centro nunca arriesgaba un pase ni se incorporaba al ataque, salvo algún cabezazo a balón parado. Interpelado por su opinión sobre la columna en el único magazine literario de la televisión autonómica, Mallo sacó a relucir su proverbial discreción y se limitó a sonreír, añadiendo que se trataba de la opinión personal del columnista y que él encajaba todas las críticas, siempre que fueran constructivas. La reacción vino por parte de su corifeo. En corrillos, artículos de opinión o tertulias de radio la tomaron con Gulag aquellos que, por amistad o interés, rodeaban a Mallo y eran más papistas que el papa. Los argumentos iban desde la burla por asimilar creadores con tipos que corren en calzoncillos tras una pelota a exabruptos que rozaban la injuria, según el grado de simbiosis que mantuvieran con el reseñado.
Lo que le dejó perplejo fue la tormenta que se desató en las redes sociales, tras un comentario en la versión digital de El Jornal Vespertino firmado por una tal Alaska Te La Casca. En él denunciaba el machismo del crítico al enumerar un equipo de escritores, sin presencia femenina. A Alaska Te La Casca le contestó Masto Blasto, denunciando el bajo nivel de las escritoras regionales (sic). Siguieron réplicas y contrarréplicas, que pronto degeneraron en insultos y amenazas entre semianalfabetos, listos para apuntarse a cualquier bronca sin haber leído siquiera el escrito original. La Asociación Leonor de Aquitania, alerta en la defensa y vigilancia de la paridad de géneros, se hizo eco de la polémica. En sus diversos perfiles cargó contra el crítico y sus secuaces que, bajo el anonimato de los comentarios, defendían una visión machista y casposa de la literatura autonómica. Incluso recolectaron firmas en Change.org para que el periódico prescindiese de su pluma. La tormenta fue de verano, breve e intensa, como todas las generadas en las redes, y cuando Santos se enteró ya llevaba días sustituida por otra. No le interesaban lo más mínimo estos enjambres del cotilleo, como las denominaba. Tuvo que ser un amigo quien, en un correo, le pusiese al tanto de la movida.   
Lo importante es que hablen de uno, aunque sea para mal, dicen los americanos. Gulag no participó en la polémica y siguió con su plan. No incluía mujeres por machismo o falta de talento en ellas; simplemente, no se admiten los equipos de fútbol mixtos y no dispondría de suficiente vida para elaborar uno femenino, arguyó en el mensaje de contestación a su amigo. Tampoco iba a publicar una carta abierta, como le recomendaba éste.  Quien no compartiese su punto de vista, que no lo leyera. Para lo que me queda en el convento, me cago dentro, terminaba.
El puesto de media punta, su preferido en el campo, lo reservó para su preferido en las letras, Celso Biscarrués. Como Laudrup, elegante en la forma y con una profundidad de registro al alcance de muy pocos. Si el danés daba el pase medido mientras miraba hacia el lado contrario, Biscarrués hurgaba hasta el tuétano en la psicología individual o colectiva mientras fabulaba sobre la vida diaria. La sincronía en los movimientos del futbolista se equiparaba a la de la sintaxis del escritor.
Aquí se cumplió el dicho de que tras la tormenta viene la calma. Hubo unanimidad en los comentarios e incluso la guerrera Alaska Te La Casca admitió que Biscarrués  era su novelista de cabecera. Ni los troles metieron la zarpa.
A Julián Aguado lo ubicó en el extremo. En el esquema del crítico, el extremo tiene libertad de moverse por ambas bandas, pegado a la cal. Allí recibe el balón y encara al defensa, buscando la diagonal hacia el centro del área o el pase de la muerte. Del mismo modo, Aguado siempre era valiente en su literatura, fuese prosa o verso. A veces le salía el párrafo del siglo. Otras, se trastabillaba con las palabras. Pero el buen lector, como el buen aficionado, sólo recuerda lo bueno y una antología de su prolífica obra era una gran antología.
A estas alturas el progreso de la enfermedad hacía mella en el organismo de Garcés. Las fuerzas flaqueaban y una mezcla de tristeza y rabia le mermaban, aún más, las ganas de trabajar. La puerta abierta a los que consideraba auténticos amigos pocas veces había sido franqueada por alguno. Probablemente, esto influyó en que ventilara en una columna al otro extremo y al delantero centro. Luis Pinto, hábil poeta en el regate pero sin la osadía ni el recorrido de Aguado, ocupó la banda, mientras que la pujanza de Pedro Montañés, con un instinto para las letras tan voraz como el del mejor nueve para el gol, hubiera merecido una mayor profundidad. Sin prestar oídos a la extrañeza que generó la parquedad de su predecesora, entregó la última, dedicada al cuerpo técnico y a los auxiliares. Para llenarla, enumeró unos cuantos nombres históricos, de ésos que siempre se mencionan y nunca se leen, junto a varios secundarios, de ésos que nunca se mencionan y sólo leen los filólogos necesitados de material para su tesis. Aunque, en la mente del articulista, eran la excusa para introducir como utillero a Ramírez. Sobre él descargó el rencor congelado en su memoria; rencor que, durante lustros, nutrió su perseverancia de crítico igual que aquella carne congelada, traída de Argentina, alimentó durante décadas a los reclutas españoles. Sin embargo, pasó inadvertida porque nadie recordaba a la esperanza blanca. Ni siquiera se reparó en que era el único vivo entre tanto dinosaurio. Lo que pretendía ser la guinda del pastel acabó siendo el arco que cierra el paréntesis, simétrico en su nula repercusión al que lo abrió, la columna dedicada a Artemiso Durezno. La venganza se sirve en plato frío, dicen. Pero si tan frío está, nadie la degusta.  




martes, 15 de marzo de 2016

Veinte segundos de amor



Veinte segundos de amor


Ya lloró el poeta la desgracia cruel de ser ciego en Granada, pero qué metáfora imposible hubiera ideado si llega a verte como yo te contemplo ahora, cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos, en esta tarde de junio, recostado en la pared como el preso al que comunican un indulto inesperado. Ni Alhambras, ni Generalifes, ni obra alguna del hombre alcanzan el esplendor de la naturaleza encarnada en ti, bailarina desgranando ante mis ojos la milenaria danza que prologa al amor. Acunados por el rumor de voces y pasos presurosos al otro lado de tabiques, somos dos robinsones en una burbuja de paz.

En su llama mortal la luz te envuelve, y no importa que sea la de un tibio fluorescente, con la fuerza justa para tiznar en tu espalda la sombra del sostén – las manos expuestas hacia delante en un gesto de entrega – mientras se desliza hasta liberar tus senos, esclavos del pudor; o para bañar con parquedad tu desnuda magnificencia, tu cuerpo ya despojado de toda adherencia superflua mientras te giras hacia mí, dispuesta a la consumación como una virgen ofrecida en sacrificio. No importa la pobreza del decorado cuando esplende la trama, ni tu estatua absorta, sola en lo solitario de estas horas de muertes, porque en los preámbulos del amor, como en los de la muerte, ningún apoyo sirve para eludir el vértigo y sé que, como yo, te hallas llena de las vidas del fuego.

Inclinado en la tarde tiro mis tristes redes a tus ojos oceánicos y, en un relámpago de telepatía, los alzas de improviso. Un segundo se cruzan nuestras miradas, y un segundo basta para que de la tuya emerja la costa del espanto, la furia de ese mar que sacude tus ojos oceánicos, y la mía reciba el latigazo del desprecio. De un manotazo corres la cortina del probador que tu marido, con masculina indolencia, dejó entreabierta al partir hacia la sección de ropa, en busca de más bikinis que hurtarán en la piscina los vasos del pecho y las rosas del pubis que he sentido míos mientras te quitabas el último modelo rechazado, ajena a lo que te rodeaba. Corres la cortina como una postrera bofetada y me abandonas sentado en mi cubil, sintiendo de pronto el frío en las piernas desnudas sobre las que se arremolina el pantalón que iba a probarme; entonando, tras los veinte segundos de amor, esta canción desesperada.

Ganador del III Concurso de Relatos para Leer en Tres Minutos ‘Luis del Val’ (2006)

martes, 8 de marzo de 2016

8 DE MARZO

Teníamos un profesor en el instituto que fomentaba la participación mediante debates sobre temas más o menos candentes. En uno sobre la Mujer se me ocurrió reivindicar el papel femenino en la sociedad rural tradicional, al menos en la que yo conocía. Opiné que las mujeres trabajaban más que los hombres, porque lo hacían fuera y dentro de casa. Tal vez los hombres realizaran esfuerzos físicos de mayor intensidad, pero las mujeres colaboraban en faenas del campo y, además, llevaban el peso de la casa, mientras que los hombres eludían todo lo relativo a faenas domésticas. Y, por supuesto, sin reconocimiento alguno. Recuerdo que algunos compañeros reaccionaron ofendidos, como si fuese un traidor a la causa masculina. Uno, incluso me soltó que, con esa defensa de las mujeres ¡¡ligaría mucho!!. Esa postura machista ya me resultaba chirriante en adolescentes de comienzos de los ochenta, integrantes de una sociedad más industrial que agraria, pero lo que no sospechaba es que treintaypico años después, en una sociedad casi postindustrial, seguirían existiendo desigualdades entre los sexos. Y mentalidades que las sostienen.

jueves, 3 de marzo de 2016

Un paseo en bicicleta se parece a la vida: avanzas kilómetros sobre un secarral y, de repente, te encuentras con la sorpresa de un barranco húmedo que nace y muere en medio del monte, sin origen ni destino. Un regalo de agua que emerge con el único afán, en apariencia, de esculpir formas caprichosas en las rocas o de permitir que algunas plantas crezcan y rompan la monotonía del paisaje. Tal vez en una época remota, de más pluviosidad, ese barranco fue un río y ahora es un resistente agónico, un anacronismo, como alguien que no ha adaptado su modo de vida a los nuevos tiempos y, por inercia, pervive en un mundo que ya no es el suyo.
Dejas atrás el barranco y, unos kilómetros después, te encuentras con restos de trincheras de la Guerra Civil, junto a molinos de viento cuyo zumbido, constante y algo inquietante, te recuerda que nada se detiene y que siempre, sobre las ruinas, se genera algo nuevo y distinto.




lunes, 29 de febrero de 2016

Años y fotografías


Ver una foto de la mujer con la que compartí, hace más de treinta años, cafés y conversaciones, risas y algún paseo en su Seat Panda. La que me rechazó con delicadeza porque ambos sabíamos – así me lo dijo - que en ese momento nos distanciaba mucha más vida que los meses consignados en el carnet de identidad y – así lo intuí - no tenía intención de anclarse con un adolescente cuando podía escoger entre los hombres hechos y derechos que la pretendían.
Ver una foto de esa mujer, tal como es hoy, y comprobar con pesadumbre que, si el azar nos juntara en la calle, me sucedería igual que al protagonista de “Escuela de muerte”, aquel magistral relato de Carlos Castán. Sólo que yo, el enamorado, el que hubiera agradecido un sí como un perdido en el desierto agradece el oasis, sería quien la miraría como si la estuviese viendo por primera vez y jamás hubieran existido su aliento a tabaco, mientras sonaba “Cuatro rosas”, ni esas tardes de palabras sin sexo.
Ver una foto y permanecer incrédulo leyendo el nombre que figura en su pie – eso no lo he olvidado, eso me salva respecto al relato – y luego escarbar en el rostro como un arqueólogo en la tierra apelmazada, queriendo encontrar algún detalle en los rasgos – el brillo de los ojos, el dibujo de de la sonrisa – que reviva a la que conocí, y rescate de los pliegues más recónditos de mi cerebro el recuerdo de lo que fui, y ahuyente de mi tacto la propia muerte.