martes, 8 de febrero de 2022

El follón de Eurovisión.

    Que recuerde, desde crío sólo he visto Eurovisión el año de Chiquilicuatre, y únicamente su actuación y las votaciones. No me interesa ese tipo de música, salvo excepciones. Por otro lado, las galas de cualquier tipo me resultan soporíferas y el aroma del glamour me atrae tanto como el del sobaco de Nadal tras un partido de cinco horas. En ese festival, además, el glamour sobrepasó hace tiempo la fecha de caducidad, aunque resulta imposible no enterarse de qué tema representa a TVE en cada edición, gracias al machaque previo para promocionarlo y al posterior para despellejar al intérprete de turno por su sonado fracaso. Con el escándalo de este año me picó la curiosidad y he escuchado la triada de la polémica. La vencedora ha ido directamente al cubo de basura. En la Baldini vi el trasunto de un lugar común, creo, a cualquiera que esté en contacto con algún mundillo artístico: alguien que te cae bien, pero su obra te parece muy floja. La música es simplona y la letra, bien intencionada en el mensaje – aunque a ratos creía oír una parodia de Pantomima full -, me recordó en su candidez a la de aquellos chicos de “Viva la gente”, sin el olor a sacristía sospechosa de estos. He crecido con Brassens, Sabina o Violeta Parra, por nombrar a tres y, claro, en ese asunto las comparaciones son odiosas. La sorpresa agradable llegó con las chicas gallegas, las Tanxugueiras.



Su propuesta no es novedosa; lo novedoso es dónde y para qué la presentaron. Hoy sobra hablar de mezcla o fusión como en tiempos de Santana (el músico); toca asumir que la canción popular (o el folklore, o la música étnica, como se la quiera llamar) es un organismo vivo y en continua evolución porque esa es su esencia: ser la expresión y representar la idiosincrasia de las gentes que habitan un territorio en un momento dado de la historia. Y eso implica la continua asimilación de ritmos e instrumentos. Me aburren los puristas, lo mismo del flamenco o la jota que del rock (esos que desprecian a quienes usan algo más que batería y guitarras eléctricas). Por suerte, siempre han surgido figuras que les han dado en los morros. Los Camarón, Miguel Ángel Berna o, en el mundo del rock y el pop, una larga lista de grupos o cantantes que se han acercado a la música popular. En España tuvimos un ejemplo maravilloso con Triana, y en el mundo anglosajón, con menos prejuicios respecto a sus raíces, se me ocurren a bote pronto nombres como Waterboys, Jethro Tull, Mike Oldfield, la Creedence…



En sentido inverso, los grupos de música popular han ido incluyendo instrumentos eléctricos y ritmos actuales. Y en ambos casos, como en cualquier estilo, se han conseguido resultados que van desde magníficos a totalmente prescindibles. Hay una revisión y renovación de la música de raíz, cuyo fantasma recorre Europa desde Georgia hasta Finisterre. Nombres como el Trío Mandili, Otava yo, Hrdza, Les ramoneurs de menhirs o Rodrigo Cuevas la ponen al día, cada uno en su entorno y con sus propias características.



Las Tanxugueiras han cogido un ritmo de pandereteiras, le han añadido una instrumentación de este siglo y una estética gótica para crear un tema comercial y a la vez telúrico que, por lo visto (y me huelo que para estupefacción de algunos), gustó a la inmensa mayoría del público votante. Esto último, en sí, no otorga certificado de calidad, pero ya que hablamos de negocios (de eso se trata en la música festivalera, televisiva y, por añadidura de radiofórmulas), quizás los sesudos ejecutivos deberían tomar nota. Por cierto, Moldavia manda a Eurovisión un grupo que mezcla sin tapujos country, klezmer, pachanga y, a ratos, una coreografía que parece hija del Aserejé, con un estribillo muy directo: “Lets go!! Folklore and Rock and roll!!” Tengo curiosidad por saber en qué puesto queda, así que lo miraré al día siguiente. Porque, eso sí, el festival no me lo trago.