Andar desde el
centro de Zaragoza hasta un polígono industrial tiene algo de camino
iniciático. Más en una tarde como la de ayer, típica del norte
húmedo y no de este secarral, y en un día que, desde el comienzo,
presagiaba su singularidad. A las 8 de la mañana, en lugar de la
rutina de carretera y tranvía, dejé el coche en el taller del
concesionario. Aún no sabía que, un par de horas antes, habían
atracado en pleno corazón de la ciudad a una persona que conozco. En
el Heraldo digital apareció la noticia, pero al mediodía la eclipsó
otra más tremenda: en un edificio de la calle Matilde Sangüesa, un
tipo había acuchillado, sin mediar palabra, a la chica que le abrió
la puerta. La policía lo buscaba. Estamos en luna llena, pensé. En
mi trabajo se notan los días de luna llena, afectan al
comportamiento de una parte del público. Como el coche no estaría
listo hasta media tarde, comí por la zona tras terminar la jornada,
hice un par de gestiones y me animé a caminar hasta el
concesionario. Según Google Maps, unos 4'5 kilómetros de trayecto.
Una buena ocasión de hacer el ejercicio necesario para rebajar ese
par de kilos rebeldes. El clima ayudaba, salvo una leve llovizna en
algunos tramos. Del tráfico y las aceras invadidas fui pasando,
gradualmente, a la ausencia de motores y las calles vacías, sobre
todo tras cruzar el Puente de Piedra. En Zaragoza, antes, los puentes
suponían una barrera mental para sus habitantes, y la margen
izquierda del Ebro algo así como un ente extraño adosado a la
ciudad. Aunque con el crecimiento urbano de esa margen – a ojo, un
tercio de la población reside allí – esta idea casi nadie la
expone en voz alta, todavía persiste en el subconsciente. En el
Arrabal caminaba solo por una acera, junto a la valla de un colegio.
Ningún coche circulaba por la calle. Al otro lado se alzaba un
bloque de pisos nuevos. Una mujer surgió tras doblar una esquina y
vino hacia mí. Antes de cruzarnos, a la altura de unos contenedores
de reciclaje, bajó a la calzada y los sorteó andando por ella.
Extrañado, me giré y comprobé que, cuando nos separaba una
distancia prudencial, subía de nuevo a la acera, prosiguiendo su
camino. Me había evitado, vamos. Me sentí como Fiz de Cotovelo, el
alma en pena que vaga por El bosque animado, cuando se cruza
con Fendetestas y este huye aterrado. “¡Qué gente, qué
gente!”, exclama el bueno de Fiz. Al llegar a la esquina de
donde surgió la mujer, leí en un letrero: Calle Matilde
Sangüesa. Me hallaba en la calle donde, esa mañana, el
misterioso – y libre - criminal había acuchillado a la chica. La
psicosis se ha instaurado entre sus vecinos, y un desconocido con
barba y chupa de cuero, caminando solo, era un buen reclamo para
despertarla.
Si al cruzar el
puente se remueve en el subconsciente la idea de que sales de la
ciudad, al traspasar la avenida Marqués de la Cadena, y penetrar en
el polígono de Cogullada, se toma plena conciencia de abandonarla.
Pocas arquitecturas son tan desabridas como las de un polígono, pero
nada hay más desolador que transitar por sus calles en época de
crisis. La sensación de pax burguesa que
se siente al recorrer zonas
urbanizadas se transforma en inquietud. Le viene bien el título de
Miguel Hernández: El hombre acecha.
La acera, cuando la hay, es
una lengua de cemento sin embaldosar con
grietas, charcos y residuos. Naves donde se respira actividad se
alternan con otras desvencijadas,
como esas casas de la montaña a la que sus dueños, tras emigrar,
nunca regresaron. Aunque
si en estas prima la melancolía, en aquellas el deterioro posee
un halo tenebroso. Aumentado
a esas horas, cuando
en muchas de las pequeñas aún activas han plegado la jornada
laboral.
Encontrarse
con viandantes es casi un milagro, y el tráfico tampoco abunda. Al
pasar junto a la Saica, una gran empresa de celulosa, diviso
una bicicleta de alquiler apoyada en el cartel de acceso, en medio de
la nada. Pocas metáforas tan contundentes de la soledad y el
desvalimiento se me ocurren.
Mientras
me paro a fotografiarla, un tráiler sale de la factoría. En la
puerta lleva escrito un nombre comercial y su ubicación: El Grado.
Lo Grau, en aragonés,
un pueblo del Prepirineo oscense que da nombre a un gran pantano en
el río Cinca, por el que tantas veces he
pasado camino al Sobrarbe.
Buen viaje, le deseo para mis adentros.
Sigo
andando y me topo con un hito donde pone Guardatodo,
señalando a la Saica. Parece un
chiste de Amanece, que no es poco. A
los depósitos
del Guardatodo, en realidad,
se llega siguiendo la calle,
pero los operarios del cartel no tenían, quizás, su mejor día, y
en lugar de en paralelo lo colocaron en perpendicular a aquella.
Atravieso
solares con montones de una argamasa que parece tierra mezclada con
escombros. Luego, junto a una pared llena de graffitis, veo dos
contenedores en los que, escrito con tinta roja, advierten que no son
para la basura. La gente, obediente, deja los desperdicios en el
suelo, a su alrededor.
Los
contenedores se encuentran sobre unos raíles abandonados. Levanto la
vista y deduzco que llegan a la antigua Estación del Norte, la
primera construida en
Zaragoza. Por estas vías pasó mi abuelo cuando vino a trabajar a
la capital, hace un siglo,
pero sobre todo pienso en Trotsky, que también las recorrió unos
años antes. El revolucionario ruso pasó dos meses en nuestro país,
en 1916. Con los apuntes que tomó escribió un amenísimo libro, “En
España”, traducido por Andreu
Nin. El 20 de diciembre, el tren que lo transportaba de Madrid a
Barcelona hizo una pequeña escala aquí. Estas son las líneas que
le dedica:
“Nuevos
polizontes en Zaragoza. ¡La ciudad de dos célebres sitios, durante
la guerra contra Naopoléon! El general revolucionario Palafox. Con
las ciudades célebres suele pasar lo que con los hombres notables:
se sufre un desencanto cuando se les ve de cerca. Muy mal café en la
estación. Cuando se sale a la puerta de la estación, al romper el
alba, suciedad, carros cargados de sacos, ruido, humo en los tejados,
voces carraspeantes y nubarrones arrebolados en el cielo detrás de
las espadañas de las torres de las iglesias. Esto es Zaragoza, es
decir, ésta la impresión que se recibe en un vistazo superficial.
“La heroica Zaragoza –
leemos en un libro viejo – nos ha demostrado que las masas de
granito que constituyen nuestras ciudades son el mejor de los fuertes
y que pueden ser defendidas más mortíferamente aún.” Esto
deben tenerlo en cuenta los revolucionarios. “Zaragoza
ha escrito una página sublime e inmortal en la Historia...Si la
retirada de Moscou (sic) fue grande a la manera escrita, la defensa
de Zaragoza la sobrepasa en heroísmo, en la misma medida que la
batalla sobrepasa en nobleza a la huida y al incendio, bien que estos
últimos medios hayan
obtenido, algunas veces, fines más importantes”
Que el incendio de
Moscou fue un heroísmo a lo escita es exacto; pero los juicios sobre
la superioridad moral de unos medios con relación a otros, en lo que
a la guerra se refiere, suenan a puro quijotismo para las
generaciones aleccionadas en la presente carnicería.
Estepa árida.
Desierto. Lomas. Arcilla roja, arena, piedra, guijarro. Pueblos:
piedra y arcilla sobre arcilla y piedra, y el mismo color ocre.”
Camino un rato sobre
los raíles, fotografiándolos y pensando en el ruso hasta que vuelvo
a la realidad y acelero el paso en dirección al concesionario. Es
tarde y debo recoger el coche antes de que lo cierren.
Hoy, mientras
escribo esto, me entero de que nadie acuchilló a la chica de Matilde
Sangüesa. Se había autolesionado. Definitivamente, estamos en luna
llena.