martes, 1 de junio de 2021

El discurso de Ana Iris Simón y la polvareda mediática.

    Hace años, durante una charla pública en Sariñena, Antonio Beltrán contó lo sucedido tiempo atrás en un evento, en Madrid, donde participó como eminencia en materia histórica. Allí se congregaron gente de peso, incluyendo alguna ministra (creo que Esperanza Aguirre), con una cohorte de altos cargos. En un momento dado se comenzó a hablar de lo que ahora se ha puesto de moda, la España vacía o vaciada, mencionando expresamente a Los Monegros. Uno de esos altos cargos manifestó en voz alta lo que, al parecer, era el sentir general de sus colegas, que es como decir el perenne de los gobiernos centrales: que a todos esos pueblos habría que vaciarlos de una vez, porque sólo suponían gastos. La frase hubiera quedado allí sino fuera porque la oyó D. Antonio, monegrino de nacimiento y carácter. Dicho en lenguaje coloquial, se le hinchó la vena, le espetó al tipo: “pues da la casualidad de que uno de esos pueblos es mi pueblo”, y le soltó una filipica antes de abandonar la sala entre el asombro general.

    La anécdota viene a cuento de la que se ha montado tras el discurso pronunciado por Ana Iris Simón durante la presentación de un programa gubernamental con 130 medidas para intentar reactivar esa España vacía o vaciada. Antes de nada, recalco la última frase: 130 medidas del Gobierno de España para reactivar la España interior. El resultado podrá valorarse al cabo del tiempo; de momento, si no me falla la memoria, es la primera vez que un Gobierno Central apuesta por un plan así y no por la desidia, el olvido o, directamente (desde Armadas invencibles hasta trasvases), el expolio. Que recuerde, es también la primera vez que cierta prensa, digamos, conservadora, se preocupa por algo relativo a esa España interior que no sean crímenes o desastres naturales.

    Me centraré en el discurso de Ana Simón. Lo primero que llama la atención es su propia existencia y el contexto en que se pronunció: el acto de presentación de ese Plan, en La Moncloa, ante el Presidente, formando parte de un selecto grupo de invitados. No sé si esta periodista reúne en su trayectoria literaria y vital tantos méritos, ni qué paradigma del mundo rural representa, exactamente, para ser una de las elegidas por los encargados de protocolo de La Moncloa. En todo caso, allí estaba y lo que ha levantado polvareda son sus palabras, no su presencia. Las escuché y, grosso modo, me parecieron interesantes en algunos puntos, desubicadas en otros y, en algunos tramos, una idealización de lo que se ha oído, pero no vivido. Una idealización entrañable (la memoria tiende a quedarse sólo con lo bueno) para quienes de pequeños veíamos Crónicas de un pueblo y nuestro ídolo era el Algarrobo con su trabuco y que, sin embargo, provoca perplejidad en nuestros hijos, de edades cercanas a la de Ana.

    En el discurso cae en algunos anacronismos: el vaciamiento de la España rural sucedió mucho antes de cuando era una niña. Sucedió cuando sus padres eran los niños, o incluso alguna década anterior. En esa época, si su abuelo manchego mantenía 8 hijos con 12 hectáreas (muy buena debe ser la tierra por allí), se debía a las condiciones materiales de la vida en los pueblos, paupérrimas comparadas con las actuales, y dudo que nadie, ni sus abuelos, quisiera volver a ellas. Yo tengo recuerdos personales de mi infancia en los años 70. Recuerdo cuándo asfaltaron las calles, porque eran de tierra. Y recuerdo cuándo llegaron a casa la televisión y el teléfono (con centralita, claro, no automático). O cómo los críos jugábamos en la fuente, porque todos los días, más de una vez, había que ir con la boteja para beber agua buena. Recuerdo jugar al fútbol en las eras con pelotas de goma, porque no existían polideportivos y los pocos balones de cuero estaban reservados para el equipo de fútbol, que por supuesto competía en un campo de tierra. Recuerdo el frío del invierno y las camas heladas, porque las casas no tenían calefacción. Y recuerdo bañarme en verano en el río, porque tampoco existían las piscinas públicas. Recuerdo tardar cuatro horas en cubrir los menos de 300 kilómetros que nos separaban de Barcelona, porque no había autovías, y vivir una excursión de un día a la montaña como una fiesta porque nunca nos íbamos de vacaciones, salvo si nos invitaban los familiares. Recuerdo el miedo que nos inoculaban con El Lute, antes de conocer su vida, y en la única foto que lo vi con guardias civiles iba esposado y no tenía pintas de que se hubiera tomado unos chatos con ellos. Recuerdo beber agua de la canaleta si tenía sed, porque entonces desconocía su origen, en parte, del río Gállego y nadie hablaba del lindano. Recuerdo una visita del gobernador civil y, ante la pregunta del médico, joven y recién llegado, sobre la clorificación del agua de la red, un responsable del ayuntamiento contestar que, según el color, se echaba más o menos. Menos mal que nadie bebía del grifo porque, como he dicho, íbamos a la fuente; la gente aún no se planteaba si estaba contaminada por los nitratos químicos que se esparcían sobre los campos. Así podría seguir durante mucho rato. Con todo, la recuerdo como una época feliz, pero con mi mirada de adulto en absoluto deseo que retorne. Además de ganar en comodidades, por fortuna, hemos evolucionado para bien como sociedad, sobre todo en el ámbito femenino (por lo que le toca a la interesada). También de esa época, no de los noventa, arranca el convertir a nuestro país en una Marina d’or para Europa. El franquismo apostó por un desarrollo turístico a lo bruto y buscando el beneficio rápido. Convirtió el litoral mediterráneo en una ciudad lineal de cemento en primera línea de playa y con esa premisa se siguió hasta que la gente comenzó a decir basta. Que, a ojo, coincidió con la niñez de Ana.

    Es cierto que su generación sufre la vergonzosa precariedad del empleo. Se ha ido imponiendo en las últimas décadas, no sólo desde la crisis del 2008. Recuerdo los contratos basura del PSOE de Felipe González (ese que aplauden los mismos que denuestan al actual). También recuerdo participar en una huelga general un 14 de diciembre de 1988, contra la reforma del mercado laboral, que incluía esos contratos y el abaratamiento del despido. Esa huelga fue tan mayoritaria que fundió en negro la televisión y consiguió detener dichas medidas. Ana aún no había nacido, pero puede preguntarle a sus padres que, imagino, la secundaron. Aquella reforma se paralizó, aunque como este país es así, para castigar a Felipe unos años después eligió a Aznar, que es como si las gallinas despiden al perro guardián y llaman al zorro para que las cuide. En materia laboral fuimos a peor, hasta la última reforma de Rajoy, esa que la actual Ministra de Trabajo intenta eliminar. A ver si le dejan.

    Estoy de acuerdo en su crítica a la aldea global basada en un interés mercantilista de conseguir mayores beneficios a costa de reducir gastos en mano de obra, lo que repercute a menudo en la calidad de ésta y del producto final. Por otro lado, la reconversión industrial la hizo Felipe González antes de que Ana naciera. Ella ha visto más bien el desmantelamiento de una parte del tejido productivo al llevar la producción al extranjero. Y la culpa de esto último no creo que sea de la UE, sino del empresariado que la ha llevado a cabo. La UE ha impuesto políticas económicas, pero también ha dado ayudas. Habría que analizar si esos fondos europeos se han empleado, y emplean, correctamente, y ahí llego a un punto fundamental, en mi opinión, al que Ana no alude en sus palabras: las mentalidades. Me refiero a la mayoría de las individuales y, como consecuencia, a la colectiva en varios campos. Llevamos varias generaciones, entre las que incluyo a la mía, viendo a la ciudad como el objetivo. En la ciudad, además del trabajo, están las comodidades y la diversión, es decir, la vida. Muy pocos, aun pudiendo, quieren permanecer en los pueblos. Y cuando hablo de pueblos no me refiero a lugares con varios miles de habitantes en el extrarradio de las urbes. Si en los años sesenta algunos se despoblaron en un santiamén, ahora es un goteo constante y doloroso: el de los ancianos, casi sus únicos pobladores, que fallecen. El aligeramiento de la población activa dedicado a la agricultura nos ha colocado en el estándar de la UE. Por supuesto que es importante, en alimentación, apostar por los productos de proximidad. Pero los primeros que deben hacerlo son los consumidores, urbanos en su gran mayoría. Y eso implica gastar en necesidades básicas una parte mayor del sueldo, no comprar lo más barato sin mirar el origen y lo que ello implica. También podríamos hablar de la mentalidad del agricultor, que nada tiene que ver con la del abuelo de Ana: de labrador ha pasado a empresario agrícola. La dinámica actual, acelerada con la modernización de riegos y el gasto que supone, nos lleva a la acumulación de tierras en pocas manos. Por tanto, el reasentamiento futuro en el mundo rural será difícil que, mayoritariamente, pase por nuevos Salicios o Nemorosos (que, por otra parte, nunca han existido). La instalación de industrias, como pide, sería una parte de la solución, aunque topamos con la iglesia globalizadora. Aun superando este escollo, se aducen problemas geográficos y logísticos para justificar su baja rentabilidad cuando se asientan en lugares alejados de los grandes centros urbanos. Además de la realidad en algunos puntos concretos, donde ya existen, viajar por el País Vasco y ver dónde se ubican allí es caerse del caballo: si ellos han podido, ¿por qué los demás no?

    En resumen, que la polvareda levantada me recuerda a la producida cuando se labra una tierra muy seca: demasiada para tan poca cosa. El problema es que todo el mundo necesita su minuto de gloria y cualquier asuntillo se polariza e hincha de forma desmesurada en ese universo paralelo que llamamos redes sociales. Por lo que he leído, me parece que quienes argumentan a favor o en contra, en su mayoría, lo más cerca que han visto un tractor es como cuando la Monasterio se arrimó a un John Deere para la foto de propaganda, y lo más que conocen de la realidad rural se debe a algún verano en casa de los abuelos o, si acaso, a una temporada viviendo en alguno, sin ninguna raigambre, aunque pontifican sobre ella igual que sobre un país donde han pasado unos meses de erasmus. Como todos los escándalos de esas redes, dentro de unas semanas nadie lo recordará. A la autora le ha venido bien para que su libro retomara impulso y un público amplio lo conociera. Yo aún no lo he leído. Imagino que algún día lo haré.