viernes, 16 de diciembre de 2022

Un recuerdo personal de Sol Acín.

 

Me alegra saber que la Escuela Oficial de Idiomas, en Huesca, llevará el nombre de Sol Acín, y que se le ha rendido un cálido homenaje con la participación de su hijo y sus sobrinas. El dolor que se le infligió es irreparable, pero supone un bello gesto hacia quien fue oscense, profesora de francés y traductora. Tuve la fortuna de conocerla, y en 2014 escribí este texto, a raíz de un libro publicado por las PUZ.

 

Un recuerdo personal de Sol Acín:

 


A Sol Acín la conocí poco antes de que se jubilara. Trabajábamos en el mismo instituto, ella como profesora de Francés y yo – con veintipocos años - en la Secretaría. No recuerdo en qué momento supe quién era o, para ser más precisos, de quién era hija. Sí, que no me atreví a intentar un trato más cercano, ni mucho menos a nombrarle a sus padres, Ramón Acín – el Lorca oscense - y Conchita Monrás, asesinados por “los buenos vecinos de Huesca”, en palabras de Max Aub. Siempre he sido algo bocazas cuando debo callar y demasiado tímido en los momentos fundamentales.

La ocasión de profundizar en el trato llegó de rebote. Sin saberlo, ambos estábamos afiliados al mismo sindicato. En aquella época funcionaba una sección de docentes y, una tarde, me invitaron a una reunión informal en Los Espumosos. Seríamos 7 u 8, y allí me atreví a entablar una conversación con ella, amparados en el origen geográfico común: “Ser de Sangarrén es como ser de Huesca”, me dijo. Siempre la percibí como una mujer sensible y sutil, tal como hoy la definen en el Heraldo, pero no enigmática, el tercer adjetivo que le dedican. Sí discreta, incluso tímida, pero también afectuosa en cuanto entrabas en su mundo, aunque fuese muy levemente como sucedió en mi caso. Poco después se jubiló, sin que hubiera superado el pudor de preguntarle por su pasado, y perdimos el contacto. En algún momento de aquella época leí su único libro de poemas “En ese cielo oscuro”.



El último recuerdo que guardo de ella es indirecto y me dejó una tristeza imposible de reparar: una tarde de mayo me encontré, en el vestíbulo del hospital infantil, con Carmen Arduña, poeta y amiga común. Yo, exultante, iba a llamar por teléfono a la familia para anunciar el nacimiento de mi hijo, y ella iba a – o venía de - visitar a Sol, recién operada. Le dije que le diera recuerdos y que intentaría acercarme a verla antes de que abandonásemos el hospital, pero con el jaleo del nacimiento no lo hice. Unos meses después murió a causa de la enfermedad por la que fue intervenida.

Hoy han presentado en la Feria del Libro de Huesca “Hora temprana. Poemas y cartas”, que reúne correspondencia y versos inéditos de Sol, publicada por Prensas Universitarias de Zaragoza en su colección Larumbe, en edición de Ismael Grasa. Una buena ocasión para acercarse a ella.



 

martes, 6 de diciembre de 2022

José Saramago en Zaragoza.

 

Ahora que se cumple el centenario de José Saramago, recuerdo la única vez que lo vi en persona, hará un par de décadas. Visitaba Zaragoza y se había programado un encuentro con sus lectores en el antiguo salón de actos de la CAI. Acudí a la hora, conocedor por experiencia de que los literatos no llenan auditorios, y me di de bruces con una multitud agolpada ante la puerta. Deduje que de los madrugadores sería el reino del escritor y que, a mi pesar, no me contaría entre los elegidos. Aun así, permanecí en los aledaños hablando con los conocidos, cuando un rumor, unido a una ovación, nos alertó de su llegada, al unísono que el gentío se abría como los forofos en el Alpe d’Huez al paso de los ciclistas. Divisé la cabeza de Saramago, con una expresión entre sorpresa y agradecimiento por tanto fervor hacia alguien que, como él, no era cantante ni deportista (aún no existían youtubers ni influencers). Parecía la cabeza de Santa Orosia llevada en volandas por los devotos durante la romería del Sobrepuerto. La masa se cerró tras su espalda y Manolo Vilas, el presentador, pasó apuros para entrar. Al fin, la puerta se clausuró, dejándonos fuera a la mitad de la gente. Tal caos se había formado que una de las damnificadas fue Mª Ángeles Naval, profesora de Literatura en la Universidad y, por aquella época, pareja de Vilas. Me acerqué a saludarla, y mientras comentábamos lo sucedido vimos, con asombro, a una descolocada Pilar del Río bajo los porches. Que la esposa de Saramago también se hubiese quedado en la calle resultaba inaudito. En broma, le propuse a María Ángeles que ambas realizasen un encuentro alternativo, en femenino, al que sus maridos protagonizaban dentro. Pronto la gente reparó en la presencia de Pilar y rompiendo la timidez, o pensando que donde no hay pan, buenas son tortas, alguien se animó a hablarle. No sé qué le dijo, tal vez lo que se suelta en estas ocasiones, que Saramago escribe muy bien, detalles de alguna novela, en fin, cualquier fruslería para romper el hielo. El caso es que poco a poco un grupo comenzó a rodearla, interpelándola uno tras otro, o varios a la vez, y ella, tan delgada, sin perder la sonrisa, comenzó a retroceder pasito a pasito hasta acabar con la espalda contra pared, cercada por una nueva multitud que, vista desde afuera, no se sabía si iba a adorarla o a agredirla.

Hasta aquí llega mi memoria. Supongo que se abriría paso en busca de un refugio, sin dejar de sonreír como un rato antes su marido, o que alguien de la organización saldría a rescatarla. Fuese cual fuese el final, esas imágenes de ambos acuden a mi mente cuando se los menciona: un escritor feliz y aturdido entre una masa que desea oírlo y su mujer acorralada por quienes no pudieron escucharlo.