martes, 6 de diciembre de 2022

José Saramago en Zaragoza.

 

Ahora que se cumple el centenario de José Saramago, recuerdo la única vez que lo vi en persona, hará un par de décadas. Visitaba Zaragoza y se había programado un encuentro con sus lectores en el antiguo salón de actos de la CAI. Acudí a la hora, conocedor por experiencia de que los literatos no llenan auditorios, y me di de bruces con una multitud agolpada ante la puerta. Deduje que de los madrugadores sería el reino del escritor y que, a mi pesar, no me contaría entre los elegidos. Aun así, permanecí en los aledaños hablando con los conocidos, cuando un rumor, unido a una ovación, nos alertó de su llegada, al unísono que el gentío se abría como los forofos en el Alpe d’Huez al paso de los ciclistas. Divisé la cabeza de Saramago, con una expresión entre sorpresa y agradecimiento por tanto fervor hacia alguien que, como él, no era cantante ni deportista (aún no existían youtubers ni influencers). Parecía la cabeza de Santa Orosia llevada en volandas por los devotos durante la romería del Sobrepuerto. La masa se cerró tras su espalda y Manolo Vilas, el presentador, pasó apuros para entrar. Al fin, la puerta se clausuró, dejándonos fuera a la mitad de la gente. Tal caos se había formado que una de las damnificadas fue Mª Ángeles Naval, profesora de Literatura en la Universidad y, por aquella época, pareja de Vilas. Me acerqué a saludarla, y mientras comentábamos lo sucedido vimos, con asombro, a una descolocada Pilar del Río bajo los porches. Que la esposa de Saramago también se hubiese quedado en la calle resultaba inaudito. En broma, le propuse a María Ángeles que ambas realizasen un encuentro alternativo, en femenino, al que sus maridos protagonizaban dentro. Pronto la gente reparó en la presencia de Pilar y rompiendo la timidez, o pensando que donde no hay pan, buenas son tortas, alguien se animó a hablarle. No sé qué le dijo, tal vez lo que se suelta en estas ocasiones, que Saramago escribe muy bien, detalles de alguna novela, en fin, cualquier fruslería para romper el hielo. El caso es que poco a poco un grupo comenzó a rodearla, interpelándola uno tras otro, o varios a la vez, y ella, tan delgada, sin perder la sonrisa, comenzó a retroceder pasito a pasito hasta acabar con la espalda contra pared, cercada por una nueva multitud que, vista desde afuera, no se sabía si iba a adorarla o a agredirla.

Hasta aquí llega mi memoria. Supongo que se abriría paso en busca de un refugio, sin dejar de sonreír como un rato antes su marido, o que alguien de la organización saldría a rescatarla. Fuese cual fuese el final, esas imágenes de ambos acuden a mi mente cuando se los menciona: un escritor feliz y aturdido entre una masa que desea oírlo y su mujer acorralada por quienes no pudieron escucharlo.




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