En la página que Wikipedia le dedica al
director de cine Wim Wenders se lee lo siguiente:
“Habiendo nacido en una época en la que Alemania comenzó a girar hacia
la cultura estadounidense para olvidar su propio pasado, Wenders tiende a
explorar en sus películas la presencia estadounidense en el inconsciente
europeo, o más concretamente la americanización de la Alemania de posguerra (un personaje suyo al cantar una tonadilla en
inglés dice "estamos colonizados").”
El miércoles vi Perfect days, dirigida por él y más allá de su
eje central, la monótona y en apariencia feliz vida de un meticuloso limpiador
de urinarios públicos, descubrí una trama paralela, subterránea, donde mediante
pinceladas se expone un retrato sociológico del Japón contemporáneo que encaja
como un guante con el párrafo anterior. Un retrato figurativo, sin afán de
denuncia, de una sociedad triste y de la sumisión nipona a la cultura americana
y su way of life, herencia de la reeducación forzosa tras la humillante derrota
de la segunda guerra mundial. De ello derivan unos personajes desubicados, en
algunos casos grotescos y en otros de una surrealista desazón, como el mendigo del
taichi. Vislumbré el reverso pesimista de “Las algas americanas”, una novela escrita
por Akiyuki Nosaka hace medio siglo, donde satiriza ese choque cultural con
humor simpsonesco, veinte años antes de que Matt Groening creara a la familia.
En “Las algas…” un matrimonio de jubilados norteamericanos visita el hogar de
una joven pareja nipona a invitación de la esposa deslumbrada por la aureola
que los rodea, materializada en el formidable marido, antiguo marine durante la
guerra. Frente a él se erige el quijotesco esposo japonés, quien en su intento
de dejar alto el pabellón nacional da lugar a una serie de situaciones desternillantes.
La recomiendo a quien no la conozca.
En la película, el protagonista sólo escucha música anglosajona y lee
literatura estadounidense. Las únicas excepciones son una canción, intuyo, en
lengua autóctona y los aforismos de un autor japonés comprados en una librería
de saldo, para alegría de la librera que apostilla: “Debería tener más
reconocimiento”. Por otro lado, las ubicaciones generacionales de los
personajes pueden interpretarse como alegorías de la historia nipona posterior
a la debacle del 45: el anciano y autoritario padre con alzheimer; el hijo – el
protagonista - enfrentado a su progenitor, que renuncia a su cómoda situación
social - ¿a cambio de no renunciar a sus raíces? - aceptando a modo de
penitencia limpiar los orines de los demás; y por último, la triada de jóvenes,
compuesta por el atolondrado compañero de trabajo – la personalización de la
imbecilidad -, una desnortada otaku con la que este pretende ligar y la sobrina
del limpiador, que se refugia en su casa para huir de su madre y de la
ansiedad, en una repetición de lo hecho por su tío; quizás esta chica simbolice
la esperanza en el futuro a pesar del desalentador regreso al redil familiar. Todo
desarrollado en un Tokio que oscila entre lo cochambroso y lo deshumanizado, salvo
el parque y un puente sobre el caudaloso río. Con las bicicletas detenidas
sobre el puente, la sobrina le pide al tío que continúen el paseo hasta el cercano
mar donde desemboca el río, pero él se niega, aunque deja la puerta abierta a llevarla
en el futuro.
No hago más spoiler. Si acaso, que los primeros 45 minutos se podrían
haber contado en 15, y la película habría quedado redonda. Quien tenga ganas de
levantarse de la butaca, que aguante ese primer tramo. Y que, contradiciendo a
Boyero y a los extractos de las reseñas del cartel, en absoluto me parece una
oda a la humildad y al valor de las pequeñas cosas. El limpiador de urinarios no
es una persona feliz con su destino, por mucho que resigne a él y sonría en
cada amanecer o al fotografiar los árboles. En la escena final se condensa la
lucha interior entre la negación y la aceptación de su triste realidad.