martes, 19 de julio de 2016

EL DÍA DESPUÉS EXPLICO ALGUNAS COSAS:
Estas líneas vienen a cuenta de las opiniones, respetables, de quienes consideran aburrido recordar que un dieciocho de julio de hace ochenta años hubo un golpe de estado en España que desencadenó una guerra civil. Desconozco si, en consonancia, también les aburre rememorar el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima o el Holocausto de los judíos, más o menos contemporáneos, si bien nunca he leído sus quejas sobre ello en las redes sociales. Sí que he leído sus bostezos –metafóricos- cuando se anuncia una película o un libro ambientados en nuestra guerra, pero también sus aplausos - o su silencio indiferente- cuando proyectan “El hundimiento” o “La lista de Schindler”, o cuando “El niño del pijama de rayas” se convierte en best-seller. Tampoco me consta que en el resto del mundo, con especial incidencia en los países afectados, se aburran de rememorarlas. A lo mejor porque esas fechas o esos acontecimientos, pertenecen a una época que aún perdura, que casi un siglo después sigue siendo la nuestra. Mal que nos pese, algo semejante sucede con la Guerra Civil. Sin ella, sin lo que hubo antes y sin lo que vino después no se puede comprender, del todo, nuestro presente, de igual modo que, tras una ruptura, las secuelas de la convivencia con la antigua pareja afectan durante un tiempo más o menos largo. Lo que cuento a continuación son historias personales, de mi familia.
Mi tío Antonio, el hermano mayor de mi padre, murió en un combate de la guerra. Sigue enterrado (o eso prefiero pensar) en alguna fosa cercana al lugar donde lo abatieron. Su madre (mi abuela) nunca pudo darle sepultura en el cementerio donde ya reposaban su marido y los cinco hijos que había visto morir de diversas enfermedades. Durante cuatro décadas mantuvo en su habitación una fotografía suya, gigante, donde aparecía sonriendo. Una fotografía de un tamaño mayor que la de su matrimonio. Nunca vi imágenes del resto de vástagos. Tal vez no existieran, o tal vez el dolor que le ocasionó la desaparición de este hijo eclipsó a los demás. Tampoco recuerdo que mencionase a ninguno de los cinco en mi presencia, como sí sucedió con mi abuelo y con Antonio. Al primero, con anécdotas agradables. Al segundo, con tristeza. Evocando la pena de mi abuela por un hijo caído en una refriega, arma en mano, no quiero ni pensar en lo que han debido sufrir, y todavía sufren, los familiares de los miles de asesinados a sangre fría que siguen tirados, como perros, en hoyos improvisados en cunetas.
Mi tío Antonio era el único varón adulto (a los diecisiete años, entonces, ya se era adulto) destinado, ante la ausencia del progenitor, a continuar trabajando la tierra y mantener al resto de la familia. Mi padre tenía nueve años cuando su hermano murió. Vivía con mi abuela y dos hermanas, las supervivientes a contiendas y enfermedades: María, un poco mayor que Antonio, y Pilar, la benjamina. Para sobrevivir, María marchó a servir a Barcelona, y mi padre tuvo que engancharse a trabajar en lo que pudo. A los doce años pastoreaba unas vacas que le multiplicaban en peso y tamaño. No pudo volver a la escuela. Sufrió, durante la infancia y la juventud, los rigores de una mala alimentación y unas desfavorables condiciones de subsistencia. España, un país ya de por sí atrasado, hasta la década de los cincuenta no recuperó el nivel económico anterior a la contienda. Existen estudios que apoyan o relativizan esa tesis, pero muchas veces oí mencionar, en mi entorno, las penurias de la posguerra, nunca las de la preguerra. Si existieron, la crudeza de aquellas hizo que se olvidasen. También decían que en el pueblo se pasó necesidad, no hambre como en otros sitios. Quizás algo de eso influyese en que, antes de cumplir los cincuenta, un cáncer se lo llevara por delante.
Mi abuelo materno tuvo la mala suerte de ser elegido alcalde por sus paisanos en febrero de 1936. Nunca fue un hombre violento, por obra o mandato. A partir de julio, un comité anarquista tomó el mando del pueblo. En marzo de 1938 los franquistas ocuparon Sangarrén y poco después lo apresaron, por el delito de haber sido alcalde durante la República. Fue condenado a una dura pena y recluido en la prisión de Burgos. Durante el lustro que allí permaneció sólo pudo recibir la visita de una de sus hijas (mi madre), gracias a un viaje algo rocambolesco. Aquel día les montaron una fiesta a los presos y los inmortalizaron, con los visitantes, en la foto que cuelgo abajo. Mi madre es una de las niñas sentadas en el suelo, en primera fila. Mi abuelo no quiso aparecer. Durante su encarcelamiento, mi tío Mariano, con diez años, el mayor de los cinco hermanos que entonces formaban la familia, también tuvo que dejar la escuela, para siempre, y trabajar en el campo, junto a su tío. Mi madre sí que permaneció en ella unos años. Recibió una educación, por llamarla de algún modo, que más allá de aprender a leer y las cuatro reglas la preparaban para ser una sierva en el hogar. El nuevo régimen se ensañó, en sus purgas, con los maestros que intentaban regenerar la mentalidad del país comenzando desde abajo, desde la educación. Mi madre, mi padre y mi tío pertenecen a una generación a la que le cortaron las alas. Una generación cuya vida, en otras circunstancias, sin el golpe de estado, la guerra civil y el franquismo, seguramente hubiera sido distinta, y mejor. Mejor en lo material, al menos durante su primera mitad, y mejor en lo intelectual. Una generación que, en parte, sigue viva. Como sigue viva la de los nacidos en la inmediata posguerra, que no sufrieron el conflicto pero sí, consciente o inconscientemente, sus consecuencias.
He nombrado un par de ejemplos personales. No entro en aquellos que huyeron para salvar la piel y, si algún día intentaron volver, vieron cómo sus bienes habían pasado a engrosar las de sus vecinos vencedores. Bienes que ellos, o sus descendientes, nunca han podido recuperar. Lo mismo sucedió con los de algunos que no pudieron escapar a tiempo. Ni entro en las historias de humillaciones, rencores, degradación o cortapisas burocráticas que muchos padecieron a causa de sus ideas o de que el azar, durante unos meses, los colocó en la trinchera equivocada.
Tampoco hago referencia a las grandes cuestiones, sobre la que ya existe abundante bibliografía.
Y no se trata de revanchismo, ni de rencor. El rencor, paradójicamente, parece habitar en algunos de los que no quieren recordarla. El rencor - o, quizás, algo parecido al remordimiento - es lo único que puede mover a una posición de inhumanidad tan atroz como la de impedir que las familias recuperen a sus muertos de las cunetas para darles, en su mayoría, cristiana sepultura. En los casos de mi familia, por ejemplo, el paso del tiempo y el carácter de sus protagonistas llevó a que mi abuelo desarrollara una relación estupenda con un antiguo y reconocido afín al régimen, Luis Gómez Laguna, el que fue alcalde de Zaragoza y da nombre a una de sus principales avenidas. Gómez Laguna, como heredero de la casa más potente de Sangarrén, solía venir los fines de semana. Muchos domingos, antes de comer, los dos abuelos charlaban durante un buen rato. O la familia de mi padre tuvo relaciones tan estrechas con alguna de otra ideología que a sus miembros, en mi infancia, los llamaba tío o tía. Sé más historias curiosas que me guardo para otro post o para algún relato.
Nadie quiere cortar el pescuezo de nadie. Los que en su momento tenían sobrados motivos para desearlo hace tiempo que desistieron, aunque fuese por impotencia. Los hijos y nietos de los rivales convivimos sin tener presente aquello, incluso son (somos) amigos. Algunos, si se repitiera hoy el mismo hecho, intercambiarían, por interés o convicción, los bandos de sus abuelos.
Pero una cosa es vivir en el pasado y machacar con él como si fuera algo candente, lo que ya no sucede, y otra olvidarlo con gesto de esnob (o como se diga ahora). Quien desconoce su historia está condenado a repetirla, dice el célebre axioma tantas veces mencionado (y cuya repetición, al parecer, nunca aburre). El día que la Guerra Civil incida en nuestro presente de un modo tan liviano como, por ejemplo, las guerras carlistas nadie recordará su inicio, más allá de los eruditos. Cuestión de tiempo. Yo, de vez en cuando, me acuerdo con pesar de la fotografía y de los huesos de un tío al que sólo conocí por su retrato y por los testimonios de quienes lo quisieron. Mis hijos no conocieron la fotografía de su tío abuelo, y la de su abuela en Burgos supongo que les resulta un objeto de museo.