Ha fallecido Míchel del Castillo, el escritor
que encabezó su novela “El crimen de los padres” con la sentencia: “No me
gusta España, odio a los españoles” y, sin embargo, eligió el apellido
materno para firmar sus obras, en detrimento del francés paterno. El hombre que
apenas vivió quince de sus noventa y un años en nuestro país y, en cambio, afirmaba:
“En cierto modo, en todos mis libros he hablado de España”. Cuando uno se
adentra en su biografía, sobre todo la del primer cuarto de vida, se entiende
que no guardara buen recuerdo de sus orígenes, pues sufrió unas penurias que ni
el Dickens más desatado habría concebido. Miguel Janicot Del Castillo nació en
el Madrid de la República, hijo de francés venido a menos y española de sangre
azul, aunque republicana. Sus padres se separaron poco antes de la Guerra Civil.
Al estallar la contienda su madre fue encarcelada unos meses por los
republicanos - luego sería condenada a muerte por los fascistas – y en 1939
madre e hijo huyeron a Francia. Durante la ocupación nazi, el padre denunció a
la exesposa, quien entregó a su hijo como rehén a los alemanes para conseguir
la libertad. En 1942 fue deportado al campo de concentración de Mathausen. Sobrevivió
y en 1945 padeció una nueva deportación, esta vez a la España franquista, que
lo recluyó durante cuatro años en el durísimo Asilo Durán de Barcelona. En 1949
se fugó y lo acogieron en un colegio de jesuitas en Úbeda, donde por primera
vez halló una cierta paz y entró en contacto con la literatura. Se marchó del
colegio con la idea de llegar a Francia, a pesar de que no sabía nada de su
madre y su padre no contestaba sus cartas. Trabajó un tiempo en una fábrica de
cemento en Sitges y, después, una concatenación de azares lo llevó a establecerse
en Huesca entre 1951 y 1953. Allí lo acogió el personaje más lúgubre de la ciudad,
un falangista apodado “el 103” porque coincidían su gusto por ese coñac y el
número de asesinatos a sangre fría que había cometido durante la contienda y la
posguerra - probablemente fueron más - en una población que apenas superaba los
diez mil habitantes. Este lo acabó echando de su casa y, tras una serie de
peripecias, logró alcanzar Francia, donde se produjo el gélido reencuentro con
su padre – más tarde con su madre, la constatación empírica de la orfandad que
sentía – y la aparición salvadora de unos tíos paternos. Ellos le dieron, por
fin, un hogar verdadero, pudo estudiar y terminar una novela que llevaba
redactando varios años, basada en su propia existencia. La tituló “Tanguy”, vio
la luz en 1957 y, de la noche a la mañana, se convirtió en un célebre escritor francés.
Por razones obvias me interesa su vínculo con
Huesca, que plasmó en varias novelas. Y no sólo a mí: un librero oscense me
contó cómo trajo unos ejemplares de una de ellas, en francés, y se agotaron al
vuelo. Según los estudiosos de su obra, convierte a la ciudad en la metáfora
del país entero, donde “todos (…) se definen contra alguien o contra algo,
siempre ha sido así. Contra los moros, contra los judíos, contra los catalanes
y los vascos. Se es español por oposición a unos enemigos imaginarios”. Respecto
a su relación con “el 103”, al menos en “El crimen de los padres”, la
ambivalencia sobre los sentimientos hacia él es constante: por un lado,
sustituyó a la figura paterna en una época crítica para Del Castillo; por otro,
le revela su faceta criminal y lo expulsa de su hogar. El personaje parece
encarnar lo que significa España para el autor. En cuanto a la huella que le
dejó la ciudad, aparte de lo narrado en las novelas, puedo aportar una anécdota
personal: en 2008, hice de presentador y cicerone de Fernando Arrabal durante su
estancia en Huesca para impartir una conferencia. Conversando en el taxi que
nos llevó al Matadero (no es humor negro; el antiguo matadero se recuperó como
bellísimo centro de actividades culturales) salió el nombre de Míchel del
Castillo, con quien mantenía trato. Hablamos de su relación con la ciudad y me
confirmó que, a pesar de todo, guardaba buen recuerdo de su paso por ella. Unos
años después, durante una de sus visitas a Huesca, pude conocerlo. Se celebraba
la Feria del Libro y asistí a una charla de Olga Pueyo sobre “El crimen de los
padres”, que había traducido José Giménez Corbatón. Ambos tuvieron la gentileza
de invitarme a un ágape posterior, donde apareció el autor. En algún momento de
esa tarde escribió la dedicatoria que reproduzco en la foto y que, quizás, es un
buen compendio de su literatura: “Para Miguel (¡otro más!) Carcasona, este
relato extraño, ni autobiografía, ni autoficción, tampoco novela…es la imagen
de mi vida. Con amistad. Míchel del Castillo”.
Que la tierra le sea leve y que sus obras
perduren.