Hoy Dostoievski
cumple doscientos años. Hace dos visité su última casa, en San
Petersburgo, convertida en museo, con algunos recuerdos auténticos y
otros fabricados basándose en los originales. Su espacio doméstico
revivido tal como su dueño lo habitó, incluido el estudio con
explicaciones sobre su peculiar manera de trabajar.
Hace
aproximadamente un cuarto de siglo leí, casi de un tirón, varias de
sus obras (Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo, El jugador,
Memorias del subsuelo...). Me fascinó su capacidad para, a través
de la palabra convertida en un taladro implacable, perforar hasta el
tuétano de la mente humana. Es uno de los novelistas que más me ha
deslumbrado y, por ello, me extraña lo poco que lo he releído o
que, por ejemplo, “Noches blancas” lleve tanto tiempo cogiendo
polvo en mi biblioteca, sin hincarle el diente. Tal vez, asentado en
la pax burguesa de la literatura actual, tema enfrentarme al vértigo
de esa montaña rusa – nunca mejor dicho – que recorrí al
asomarme a sus páginas. O tal vez tema que aquella pasión percibida
entonces se diluya en la lectura de la madurez. Quizás, en
definitiva, con los escritores suceda lo mismo que con las personas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario