viernes, 19 de enero de 2024

Perfect days, de Wim Wenders

 

En la página que Wikipedia le dedica al director de cine Wim Wenders se lee lo siguiente: 

“Habiendo nacido en una época en la que Alemania comenzó a girar hacia la cultura estadounidense para olvidar su propio pasado, Wenders tiende a explorar en sus películas la presencia estadounidense en el inconsciente europeo, o más concretamente la americanización de la Alemania de posguerra (un personaje suyo al cantar una tonadilla en inglés dice "estamos colonizados").”

El miércoles vi Perfect days, dirigida por él y más allá de su eje central, la monótona y en apariencia feliz vida de un meticuloso limpiador de urinarios públicos, descubrí una trama paralela, subterránea, donde mediante pinceladas se expone un retrato sociológico del Japón contemporáneo que encaja como un guante con el párrafo anterior. Un retrato figurativo, sin afán de denuncia, de una sociedad triste y de la sumisión nipona a la cultura americana y su way of life, herencia de la reeducación forzosa tras la humillante derrota de la segunda guerra mundial. De ello derivan unos personajes desubicados, en algunos casos grotescos y en otros de una surrealista desazón, como el mendigo del taichi. Vislumbré el reverso pesimista de “Las algas americanas”, una novela escrita por Akiyuki Nosaka hace medio siglo, donde satiriza ese choque cultural con humor simpsonesco, veinte años antes de que Matt Groening creara a la familia. En “Las algas…” un matrimonio de jubilados norteamericanos visita el hogar de una joven pareja nipona a invitación de la esposa deslumbrada por la aureola que los rodea, materializada en el formidable marido, antiguo marine durante la guerra. Frente a él se erige el quijotesco esposo japonés, quien en su intento de dejar alto el pabellón nacional da lugar a una serie de situaciones desternillantes. La recomiendo a quien no la conozca.

En la película, el protagonista sólo escucha música anglosajona y lee literatura estadounidense. Las únicas excepciones son una canción, intuyo, en lengua autóctona y los aforismos de un autor japonés comprados en una librería de saldo, para alegría de la librera que apostilla: “Debería tener más reconocimiento”. Por otro lado, las ubicaciones generacionales de los personajes pueden interpretarse como alegorías de la historia nipona posterior a la debacle del 45: el anciano y autoritario padre con alzheimer; el hijo – el protagonista - enfrentado a su progenitor, que renuncia a su cómoda situación social - ¿a cambio de no renunciar a sus raíces? - aceptando a modo de penitencia limpiar los orines de los demás; y por último, la triada de jóvenes, compuesta por el atolondrado compañero de trabajo – la personalización de la imbecilidad -, una desnortada otaku con la que este pretende ligar y la sobrina del limpiador, que se refugia en su casa para huir de su madre y de la ansiedad, en una repetición de lo hecho por su tío; quizás esta chica simbolice la esperanza en el futuro a pesar del desalentador regreso al redil familiar. Todo desarrollado en un Tokio que oscila entre lo cochambroso y lo deshumanizado, salvo el parque y un puente sobre el caudaloso río. Con las bicicletas detenidas sobre el puente, la sobrina le pide al tío que continúen el paseo hasta el cercano mar donde desemboca el río, pero él se niega, aunque deja la puerta abierta a llevarla en el futuro.

No hago más spoiler. Si acaso, que los primeros 45 minutos se podrían haber contado en 15, y la película habría quedado redonda. Quien tenga ganas de levantarse de la butaca, que aguante ese primer tramo. Y que, contradiciendo a Boyero y a los extractos de las reseñas del cartel, en absoluto me parece una oda a la humildad y al valor de las pequeñas cosas. El limpiador de urinarios no es una persona feliz con su destino, por mucho que resigne a él y sonría en cada amanecer o al fotografiar los árboles. En la escena final se condensa la lucha interior entre la negación y la aceptación de su triste realidad.



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