Desde que oí la palabra, decidí jugar de líbero en los partidos que
echábamos en la era. En el vocablo líbero se unían el concepto, la libertad de
moverse por el campo sin sujeción a marcas ni posiciones, y la eufonía, mayor
que en el “libre” usado por algunos periodistas. Es decir, implicaba pocas
obligaciones y sonaba musical, como creada a propósito para mí. El primer día
lo planteé tras echar pies para formar los equipos y el resto lo aceptó,
sospecho porque, en el fondo, mi incidencia en el choque resultaría escasa en
un sitio u otro. El partido comenzó y, durante unas cuántas jugadas, fui
revoloteando por aquí y por allá, hasta que uno de los mayores me abroncó para
que ocupara mi posición. Le contesté que jugaba de líbero y entonces me aclaró
que el líbero era el quinto defensa, el que se colocaba detrás de los otros
cuatro, sin marca fija, para ayudarlos cuando los delanteros los superasen.
“Como Beckenbauer”, añadió.
Ahí terminó mi corta carrera como líbero. Sabía quién era Beckenbauer,
claro. En el mundial de Alemania yo iba con la Holanda de Cruyff y Neeskens.
Era culé, Cruyff el ídolo que nos había dado la primera Liga contemplada por
mis ojos y Neeskens el recién fichado que, en las siguientes temporadas, nos
deleitaría con sus medias bajadas y sus pulmones incansables. La Final es uno
de los primeros partidos de los que guardo memoria visual, con la alegría del
gol holandés al empezar – un penalty ejecutado por Neeskens con un trallazo por
medio, como siempre – y la remontada de los teutones. Beckenbauer y Torpedo
Müller eran muy buenos. Lástima que jugasen en el equipo equivocado. Para mi
tristeza, y la de los amantes del buen fútbol, se impuso la disciplina de
Alemania Federal a la creatividad de la naranja mecánica holandesa.
Hace unos días murió Beckenbauer. Con él desaparece otro de los mitos de la
infancia.
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