Llegar hasta la casa de Leonard Cohen en la isla griega de Hydra tiene algo de penitencia. Los peregrinos no subimos de rodillas las empinadas cuestas, como los creyentes la Escalera Santa, pero resollamos e inclinamos la cerviz ante las impasibles miradas de los gatos que sestean a la sombra.
Conforme se asciende, dejando atrás el bullicio del puerto con sus bares y tiendas, la soledad y el silencio nos introducen en el mundo real, el de un pueblo mediterráneo. Conozco bien ese silencio, me he criado en uno similar y me identifico con él. Sólo nos tropezamos con alguna pareja de foráneos, en busca del santuario o regresando de él, o con un chaval que baja casi a la carrera y se detiene un instante a charlar con uno de los escasos abuelos que han salido a la fresca de su portal. A pesar de alguna sombra, el calor de agosto hace mella. “La subida os purifica, así seréis dignos de alcanzar mi morada”, parece decirnos el místico Cohen, transeúnte por varias creencias. No hay hitos que señalen la ubicación exacta y debemos fiarnos de Google Maps para orientarnos en el laberinto. Por suerte, aquí están prohibidos los vehículos a motor, así que no puede emboscarnos en una escalera o por un callejón donde, por otra parte, apenas cabría el manillar de una bici. Ya en las alturas, preguntamos al hombre de apariencia indostaní que regenta una tienda, en la encrucijada de varias calles. No sabemos cómo ha llegado aquí, ni qué tal le funciona un establecimiento tan alejado del público masivo, aunque lo primero, un indostaní regentando un negocio, es habitual en los barrios de Atenas que hemos pateado, y lo segundo se comprende: a los vecinos que vivan en esta parte del pueblo les compensa no bajar al puerto y subir con carga. El hombre, todo amabilidad, nos indica dónde se halla la vivienda. En la esquina, vemos un cartel azul con el lema, en griego, “Calle de Leonard Cohen”.
Fue el homenaje del Ayuntamiento tras su muerte. Probablemente, la más pequeña y estrecha que le han dedicado; también, la que más habría agradecido. Mientras preguntábamos al tendero nos ha alcanzado otra pareja, más joven. Juntos embocamos la recta final. Él comienza a recitar “First, we take Manhattan; ten, we take Berlin”, al tiempo que se sienta en los escalones de entrada a la casa vecina; ella confirma que es nuestro destino con una sonrisa y una mirada de paz, como si al llegar hasta aquí cumpliera una promesa o expiara una culpa.
Una vez recuperado el aliento cumplo los ritos pertinentes: fotografiar la
casa y que me fotografíen tocando el pomo sobre el que posó su mano; contemplar
el alambre – un cable de la luz - donde vio a un pájaro posarse y le inspiró el
primer verso de “Bird on the wire”; intuir el corral convertido en jardín,
donde cultivaba su propia marihuana y la fumaba con sus amigos bohemios, del
que hoy sobresale una espléndida floresta, no sé si síntoma de vida o de
abandono. Convertir, en resumen, una casa normal en un monumento porque allí
habitó – y en cierto modo se forjó - alguien cuyas canciones me han acompañado
desde la adolescencia y a quien vi en carne (y voz) mortal una vez, a escasos
metros de distancia, durante aquel concierto en Binéfar. Abarco con la mirada
los detalles que no aparecen en los documentales, los almaceno en la memoria
para que el tiempo juegue con ellos y mantenga algunos destellos, ni siquiera
esenciales, como me sucede con la carta astral en el suelo de la casa de
Pessoa, en Lisboa, o la escalera de la de Goya en Burdeos. La vivienda está
cerrada a cal y canto. Extrañan las ventanas del piso bajo, con mosquiteras,
pero también unos barrotes casi de presidio. ¿Son para disuadir a ladrones, o a
seguidores demasiado egocéntricos que la allanarían en busca de reliquias?
No hay nada más que hacer ante estas paredes e iniciamos el descenso hacia el paseo, dejando que la otra pareja, hasta entonces en un respetuoso aparte, comience sus propios ritos. Antes de que el barco zarpe queremos tomar algo en el Café Roloi, la antigua taberna Katsikas, donde Leonard invitó a Marianne a unirse al grupo de sus amigos y ya no se separaron nunca, porque un hasta luego no es un adiós. También allí dio su primer concierto, si a cantar unas pocas canciones propias entre sus colegas se le puede llamar así. En el Roloi no lo olvidan y varias fotografías, deduzco que tomadas en la taberna, decoran las paredes con la misma discreción del cartel que recuerda su nombre original, como si fuesen señales que sólo los iniciados comprenden.
No da tiempo a más la
escala del minicrucero que nos ha traído, salvo comprar una gorra, de recuerdo y
por necesidad frente el sol de cubierta. Los sitios típicos de la isla quedan
para otra vez, y un póster gigantesco del viejo Leonard, el que ya no venía a
su casa, dicen, porque en la vejez no podía con las cuestas, nos despide desde
la fachada de un edificio en la orilla.
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