sábado, 26 de abril de 2025

Phil Ochs

 

Hace tiempo vi una vieja entrevista a Leonard Cohen en Donosti, justo antes del famoso concierto de Binéfar. En ella, tras repasar antiguas amistades, comentó que había visto a Phil Ochs en buen estado poco antes de morir, por lo que le sorprendió su suicidio. Ahí tuve mi momento magdalena de Proust, y del fondo de la memoria emergió este cantante, popular en los sesenta y bastante olvidado tras su muerte. Ahora, con el tirón del biopic sobre Bob Dylan, es un buen momento para recuperar la figura de quien, en aquella época, fue su colega y rival.



 Phil Ochs nació en 1940, con 16 años era clarinetista solista en la orquesta del Conservatorio de Música de la Universidad Capital, en Ohio, y una década después se había erigido como uno de los estandartes de la renovada música folk surgida en el Village neoyorkino. Con Bob Dylan mantuvo una relación ambivalente, combinando la mutua admiración –“No puedo seguirle el ritmo a Phil, y él cada vez es mejor”, dijo una vez Dylan- con la rivalidad artística. A esto se añadía un problema de celos porque, se dice, ambos andaban tras Joan Baez. Dylan fue su novio y Ochs le regaló temas como “There but for fortune”, que Baez convirtió en éxito. En 1965, el ya famoso Dylan lo subió a su limusina para que le diese su opinión sobre una de sus últimas canciones. Al invitado le pareció muy floja y el huésped lo echó del coche.

There but for fortune. Joan Báez.

Ochs fue siempre fiel a su temática y sus ideas, aunque su mente albergase contradicciones: creía en la revolución cubana a la vez que en los Kennedy; se posicionaba contra la guerra de Vietnam y admiraba a John Wayne. La difusión de su música se vio limitada por sus posturas políticas, pero no pareció importarle demasiado. En 1971 viajó a Chile junto a su amigo Jerry Rubin, para mostrar a los chilenos que no todos los estadounidenses compartían las intrigas de su gobierno contra el de Salvador Allende. Jerry Rubin da para otro post: de ser uno de los “siete de Chicago” a empresario de éxito. De proponer como candidato a la presidencia de EEUU a Pigasus - un cerdo - a convertirse en uno de los primeros accionistas de Appel. De intentar que el Pentágono levitara con la fuerza mental -y la inestimable colaboración del LSD- a libros de autoayuda para hombres -como él- con un pene pequeño. De yippie a yuppie, en resumen. En Santiago de Chile, los dos amigos se enteraron de una huelga en una mina e intentaban, sin éxito, acceder al autobús que llevaría a un grupo de apoyo a los huelguistas. Deambulaban por las escalinatas de la Universidad Técnica cuando coincidieron con una británica, de nombre Joan, que había acercado con el coche a su marido para que embarcase en el autobús. Le contaron qué hacían allí y ésta les presentó a su marido. Así se conocieron Phil Ochs y Víctor Jara, y así lo cuenta Joan: “Mientras esperábamos a que se llenara, me puse a charlar con dos gringos de aspecto hippie que llevaban una guitarra y estaban sentados en la escalinata del campus. Me contaron que quería ir a la mina a fin de expresar su apoyo a los mineros y cantar si era posible algunas canciones para decirles que muchos norteamericanos condenaban la política de gobierno de los Estados Unidos (…) a medida que se desarrollaba la conversación se presentaron como Phil Ochs y Jerry Rubin. Los llevé adonde se encontraba Víctor conversando con los organizadores de la expedición y él intervino para que les permitieran ir con el grupo. (…) Víctor les dio la posibilidad de hablar y cantar unas pocas canciones, haciendo de traductor, y al final todos juntos entonaron la canción de Pete Seeger If I had a hammer. Los tres se divirtieron tanto que, por la noche, al regresar a Santiago, Víctor los llevó a la peña, donde fueron recibidos calurosamente”. La química entre ambos fue instantánea. El impacto que causó el chileno en él, su forma de relacionarse con los mineros, lo resume su hermano, en el documental “There But For Fortune”, evocando sus propias palabras: “No te imaginas, aquí no somos nada comparados con él; Bob Dylan, Pete Seeger y yo somos una farsa al lado de Víctor”. “Lo adoraba, y admiraba mucho el trabajo que hacía en las poblaciones”, concluye su hermano. Por su parte, Joan afirmó que, para Jara: “era increíble haber encontrado a alguien con ese tipo de compromiso, con ese tipo de entusiasmo, con esa sinceridad en lo que hacía. Era como haber encontrado una suerte de hermano estadounidense”.

Phil Ochs y Jerry Rubin en Chile.

La estrella de Ochs fue declinando en su país, aunque siguió participando en eventos tanto políticos como musicales: apoyó a los demócratas y John Lennon lo invitó personalmente a cantar en un concierto benéfico, en Michigan. Entre medias, vivía experiencias algo peligrosas en parajes lejanos, tanto por Hispanoamérica como por Oceanía o África. En Tanzania, unos ladrones intentaron estrangularlo y dañaron para siempre sus cuerdas vocales. Pensó que había sido un intento de asesinato orquestado por la CIA y el trastorno bipolar que padecía de antiguo se incrementó. En septiembre de 1973, al enterarse del golpe de estado contra Allende y el asesinato de Víctor Jara, el declive se acentuó. Con todo, en mayo del año siguiente organizó en el Madison Square Garden un concierto benéfico de homenaje a Chile, donde, con algún trago de más, Dennis Hooper leyó poemas de Neruda y la mitad de los Beach Boys cantaron “California Girls”, o donde Pete Seeger y Arlo Guthrie (el hijo de Woody) aportaron seriedad. Ochs incluso convenció a Bob Dylan para que participase. Cuentan que el futuro Nobel aceptó cuando le dijeron que se habían vendido pocas entradas. Con él, se llenó la sala.

Phil Ochs y Bob Dylan en el concierto por Chile, en el Madison Square Garden.

A partir de entonces entró en barrena. Aumentó la paranoia - unida a la bebida -, llegó a afirmar que un tal John Butler Train lo había asesinado y usurpado su identidad, afloraron ideas suicidas y vivió un tiempo en la calle hasta que su hermana lo acogió en su casa donde, un día de abril de 1976, lo hallaron ahorcado. Tenía 35 años. Estos últimos años los define su biógrafo Michael Schumacher con estas palabras:

“Según el pensamiento de Phil, había muerto hacía mucho tiempo: había muerto políticamente en Chicago, en 1968, en la violencia de la Convención Nacional Demócrata; había muerto profesionalmente en África, unos años más tarde, cuando fue estrangulado y sintió que ya no podía cantar; había muerto espiritualmente cuando Chile fue derrocado y su amigo Víctor Jara fue brutalmente asesinado; y, finalmente, había muerto psicológicamente a manos de John Train.”

Años después, se supo que el FBI tenía un archivo de 500 páginas sobre Ochs y que, tras su muerte siguieron considerándolo "potencialmente peligroso".

Como se dice en estos casos, siempre nos quedarán sus canciones.

I ain't marching anymore. Phil Ochs.


domingo, 29 de diciembre de 2024

En recuerdo de Míchel del Castillo

 

Ha fallecido Míchel del Castillo, el escritor que encabezó su novela “El crimen de los padres” con la sentencia: “No me gusta España, odio a los españoles” y, sin embargo, eligió el apellido materno para firmar sus obras, en detrimento del francés paterno. El hombre que apenas vivió quince de sus noventa y un años en nuestro país y, en cambio, afirmaba: “En cierto modo, en todos mis libros he hablado de España”. Cuando uno se adentra en su biografía, sobre todo la del primer cuarto de vida, se entiende que no guardara buen recuerdo de sus orígenes, pues sufrió unas penurias que ni el Dickens más desatado habría concebido. Miguel Janicot Del Castillo nació en el Madrid de la República, hijo de francés venido a menos y española de sangre azul, aunque republicana. Sus padres se separaron poco antes de la Guerra Civil. Al estallar la contienda su madre fue encarcelada unos meses por los republicanos - luego sería condenada a muerte por los fascistas – y en 1939 madre e hijo huyeron a Francia. Durante la ocupación nazi, el padre denunció a la exesposa, quien entregó a su hijo como rehén a los alemanes para conseguir la libertad. En 1942 fue deportado al campo de concentración de Mathausen. Sobrevivió y en 1945 padeció una nueva deportación, esta vez a la España franquista, que lo recluyó durante cuatro años en el durísimo Asilo Durán de Barcelona. En 1949 se fugó y lo acogieron en un colegio de jesuitas en Úbeda, donde por primera vez halló una cierta paz y entró en contacto con la literatura. Se marchó del colegio con la idea de llegar a Francia, a pesar de que no sabía nada de su madre y su padre no contestaba sus cartas. Trabajó un tiempo en una fábrica de cemento en Sitges y, después, una concatenación de azares lo llevó a establecerse en Huesca entre 1951 y 1953. Allí lo acogió el personaje más lúgubre de la ciudad, un falangista apodado “el 103” porque coincidían su gusto por ese coñac y el número de asesinatos a sangre fría que había cometido durante la contienda y la posguerra - probablemente fueron más - en una población que apenas superaba los diez mil habitantes. Este lo acabó echando de su casa y, tras una serie de peripecias, logró alcanzar Francia, donde se produjo el gélido reencuentro con su padre – más tarde con su madre, la constatación empírica de la orfandad que sentía – y la aparición salvadora de unos tíos paternos. Ellos le dieron, por fin, un hogar verdadero, pudo estudiar y terminar una novela que llevaba redactando varios años, basada en su propia existencia. La tituló “Tanguy”, vio la luz en 1957 y, de la noche a la mañana, se convirtió en un célebre escritor francés.  

Por razones obvias me interesa su vínculo con Huesca, que plasmó en varias novelas. Y no sólo a mí: un librero oscense me contó cómo trajo unos ejemplares de una de ellas, en francés, y se agotaron al vuelo. Según los estudiosos de su obra, convierte a la ciudad en la metáfora del país entero, donde “todos (…) se definen contra alguien o contra algo, siempre ha sido así. Contra los moros, contra los judíos, contra los catalanes y los vascos. Se es español por oposición a unos enemigos imaginarios”. Respecto a su relación con “el 103”, al menos en “El crimen de los padres”, la ambivalencia sobre los sentimientos hacia él es constante: por un lado, sustituyó a la figura paterna en una época crítica para Del Castillo; por otro, le revela su faceta criminal y lo expulsa de su hogar. El personaje parece encarnar lo que significa España para el autor. En cuanto a la huella que le dejó la ciudad, aparte de lo narrado en las novelas, puedo aportar una anécdota personal: en 2008, hice de presentador y cicerone de Fernando Arrabal durante su estancia en Huesca para impartir una conferencia. Conversando en el taxi que nos llevó al Matadero (no es humor negro; el antiguo matadero se recuperó como bellísimo centro de actividades culturales) salió el nombre de Míchel del Castillo, con quien mantenía trato. Hablamos de su relación con la ciudad y me confirmó que, a pesar de todo, guardaba buen recuerdo de su paso por ella. Unos años después, durante una de sus visitas a Huesca, pude conocerlo. Se celebraba la Feria del Libro y asistí a una charla de Olga Pueyo sobre “El crimen de los padres”, que había traducido José Giménez Corbatón. Ambos tuvieron la gentileza de invitarme a un ágape posterior, donde apareció el autor. En algún momento de esa tarde escribió la dedicatoria que reproduzco en la foto y que, quizás, es un buen compendio de su literatura: “Para Miguel (¡otro más!) Carcasona, este relato extraño, ni autobiografía, ni autoficción, tampoco novela…es la imagen de mi vida. Con amistad. Míchel del Castillo”.


Que la tierra le sea leve y que sus obras perduren.

Este artículo publicado en "El Diario de Huesca" (27-diciembre-2024)

martes, 10 de diciembre de 2024

"Averly, elegía del óxido", de Andrés Ferrer

Hace unas semanas asistí a la presentación de un libro especial, “Averly, elegía del óxido”, del fotógrafo Andrés Ferrer, aliñado con estupendos textos de Adolfo Ayuso, Antón Castro, Julio José Ordovás y Fernando Sanmartín.






Para quien no conozca la historia, Averly fue una potente empresa de fundición industrial - maquinaria y artística - que funcionó durante siglo y medio, con un importante papel en la comunidad y abundante presencia en la ornamentación urbana de Zaragoza. Tras su cierre, en 2011, se vendió para construir pisos de alto coste en el solar, salvo en la entrada principal y la vivienda familiar, declarados Bienes de Interés Cultural. En respuesta, se creó una plataforma ciudadana para salvar también las naves, por su interés como arqueología industrial. Su fracaso era de prever y, como apunta el autor: “El 21 de julio de 2016, cumpliendo con la tradición local, se iniciaron los derribos de Averly”.




Unos años antes, entre noviembre de 2013 y mayo de 2014, Andrés Ferrer consiguió permiso para entrar en la vivienda y en la fábrica abandonada. Su trabajo impacta. Me recuerda a esas imágenes de casas que han sido precipitadamente abandonadas por sus dueños a causa de una guerra o una catástrofe. Innumerables materiales desperdigados, máquinas en desuso, estatuas inacabadas que nos miran con la incredulidad de alguien a quien le sorprende un percance fatal, o como debía mirar la Penélope de Serrat a los viajeros que arribaban cada tarde a la estación. Quizás la que selecciono sea el compendio de lo que significa Averly: una escultura de mujer, boca abajo y con los brazos orantes, abandonada entre el serrín y los desperdicios del suelo. Y ese título del libro olvidado en algún rincón “La verdad que lleva a vida eterna”, el toque irónico final.



lunes, 16 de septiembre de 2024

TRAS LAS HUELLAS DE LEONARD COHEN EN HYDRA.

Llegar hasta la casa de Leonard Cohen en la isla griega de Hydra tiene algo de penitencia. Los peregrinos no subimos de rodillas las empinadas cuestas, como los creyentes la Escalera Santa, pero resollamos e inclinamos la cerviz ante las impasibles miradas de los gatos que sestean a la sombra.

Conforme se asciende, dejando atrás el bullicio del puerto con sus bares y tiendas, la soledad y el silencio nos introducen en el mundo real, el de un pueblo mediterráneo. Conozco bien ese silencio, me he criado en uno similar y me identifico con él. Sólo nos tropezamos con alguna pareja de foráneos, en busca del santuario o regresando de él, o con un chaval que baja casi a la carrera y se detiene un instante a charlar con uno de los escasos abuelos que han salido a la fresca de su portal. A pesar de alguna sombra, el calor de agosto hace mella. “La subida os purifica, así seréis dignos de alcanzar mi morada”, parece decirnos el místico Cohen, transeúnte por varias creencias. No hay hitos que señalen la ubicación exacta y debemos fiarnos de Google Maps para orientarnos en el laberinto. Por suerte, aquí están prohibidos los vehículos a motor, así que no puede emboscarnos en una escalera o por un callejón donde, por otra parte, apenas cabría el manillar de una bici. Ya en las alturas, preguntamos al hombre de apariencia indostaní que regenta una tienda, en la encrucijada de varias calles. No sabemos cómo ha llegado aquí, ni qué tal le funciona un establecimiento tan alejado del público masivo, aunque lo primero, un indostaní regentando un negocio, es habitual en los barrios de Atenas que hemos pateado, y lo segundo se comprende: a los vecinos que vivan en esta parte del pueblo les compensa no bajar al puerto y subir con carga. El hombre, todo amabilidad, nos indica dónde se halla la vivienda. En la esquina, vemos un cartel azul con el lema, en griego, “Calle de Leonard Cohen”.


Fue el homenaje del Ayuntamiento tras su muerte. Probablemente, la más pequeña y estrecha que le han dedicado; también, la que más habría agradecido. Mientras preguntábamos al tendero nos ha alcanzado otra pareja, más joven. Juntos embocamos la recta final. Él comienza a recitar “First, we take Manhattan; ten, we take Berlin”, al tiempo que se sienta en los escalones de entrada a la casa vecina; ella confirma que es nuestro destino con una sonrisa y una mirada de paz, como si al llegar hasta aquí cumpliera una promesa o expiara una culpa.

 


Una vez recuperado el aliento cumplo los ritos pertinentes: fotografiar la casa y que me fotografíen tocando el pomo sobre el que posó su mano; contemplar el alambre – un cable de la luz - donde vio a un pájaro posarse y le inspiró el primer verso de “Bird on the wire”; intuir el corral convertido en jardín, donde cultivaba su propia marihuana y la fumaba con sus amigos bohemios, del que hoy sobresale una espléndida floresta, no sé si síntoma de vida o de abandono. Convertir, en resumen, una casa normal en un monumento porque allí habitó – y en cierto modo se forjó - alguien cuyas canciones me han acompañado desde la adolescencia y a quien vi en carne (y voz) mortal una vez, a escasos metros de distancia, durante aquel concierto en Binéfar. Abarco con la mirada los detalles que no aparecen en los documentales, los almaceno en la memoria para que el tiempo juegue con ellos y mantenga algunos destellos, ni siquiera esenciales, como me sucede con la carta astral en el suelo de la casa de Pessoa, en Lisboa, o la escalera de la de Goya en Burdeos. La vivienda está cerrada a cal y canto. Extrañan las ventanas del piso bajo, con mosquiteras, pero también unos barrotes casi de presidio. ¿Son para disuadir a ladrones, o a seguidores demasiado egocéntricos que la allanarían en busca de reliquias?



No hay nada más que hacer ante estas paredes e iniciamos el descenso hacia el paseo, dejando que la otra pareja, hasta entonces en un respetuoso aparte, comience sus propios ritos. Antes de que el barco zarpe queremos tomar algo en el Café Roloi, la antigua taberna Katsikas, donde Leonard invitó a Marianne a unirse al grupo de sus amigos y ya no se separaron nunca, porque un hasta luego no es un adiós. También allí dio su primer concierto, si a cantar unas pocas canciones propias entre sus colegas se le puede llamar así. En el Roloi no lo olvidan y varias fotografías, deduzco que tomadas en la taberna, decoran las paredes con la misma discreción del cartel que recuerda su nombre original, como si fuesen señales que sólo los iniciados comprenden. 



No da tiempo a más la escala del minicrucero que nos ha traído, salvo comprar una gorra, de recuerdo y por necesidad frente el sol de cubierta. Los sitios típicos de la isla quedan para otra vez, y un póster gigantesco del viejo Leonard, el que ya no venía a su casa, dicen, porque en la vejez no podía con las cuestas, nos despide desde la fachada de un edificio en la orilla.

 






viernes, 17 de mayo de 2024