En 1953, Jacques Brel es un tipo
de 24 años, perteneciente a la alta burguesía de Bruselas, que ha encarrilado
su vida tras una adolescencia donde amagó con convertirse en la oveja negra del
clan y se ha adaptado al molde que, un lustro después, satirizará en Les
flamandes: echarse novia para casarse, y casarse para tener hijos. Comparte hogar
con Miche y Chantal, su primogénita, y trabaja en una oficina de la empresa
familiar. Todo en orden, como mandan “sus padres, el sacristán e incluso su
eminencia, el Arcipreste que predica en el convento”. Parece una de las
flamencas de su futura canción, bailando esa danza sin reír ni decir nada.
Brel con Miche y sus tres hijas. |
Por
dentro, eso sí, le bulle el sueño de ser artista. Lo mata – en su doble
acepción – interpretando para los amigos, en cabarets y en fiestas parroquiales
sus canciones, amables salvo por alguna acidez que se cuela de extranjis. Se
presenta a un concurso radiofónico, sin éxito. Pero es tozudo y, sospecho, anda
sobrado de tiempo libre: su trabajo en la oficina no debe ser agobiante y en el
de casa participa poco. Por algo es de la familia propietaria y, en lo
doméstico, tiene mujer e imagino que también servicio: hablamos de un bourgeois
bruselense de mitad del siglo XX, no lo olvidemos. Consigue grabar un single
con dos cancioncillas, La foire e Il y a, sencillas y agradables, con un ritmo
de valse musette y el acordeón de fondo. La primera cuenta la historia de una
niña que va a la feria y la segunda es una canción de amor, aunque en los
versos de ambas se cuelan ramalazos de turbiedad e ironía, gente quizá no tan
inocente en torno a los carruseles donde los niños se emboban, o la niebla de
los puertos con marineros que llevan chicas en el corazón. Todo incipiente, en
todo caso, la niña aún no es la mujer ante la que el narrador se humillará para
que no lo abandone, o a la que le gritará su aversión por la valse musette y el
acordeón, ni mucho menos la infiel sobre la que meará el marinero tras beber y
beber a la salud de las putas de Amsterdam. Por azar, el disco cae en manos de
otro Jacques, Canetti (hermano de Elías, el futuro premio Nobel), un cazador de
talentos de la discográfica Philips, en París. Algo ve en él, a pesar del tono
de “abad Brel”, como lo denominará, con sorna cariñosa, Georges Brassens. Canetti
le invita a probar fortuna en la capital francesa y, sin dudarlo, con Miche de
siete meses, Jacques se despide el 1 de junio de la fábrica y marcha hacia la
ciudad de las luces.
Los dos Jacques, Brel y Canetti. |
Allí las cosas son difíciles. Tras escuchar su disco, un
crítico le informa, sarcástico, de que existen muy buenos trenes de vuelta
hacia Bruselas. La vida es dura en París, pero Brel no es Miguel Hernández o
Víctor Jara. No es alguien de extracción humilde que se lanza sin red – y con
muchas posibilidades de estamparse - a luchar por un sueño. Los papás le
garantizan el sustento a toda la familia durante un año, mediante un préstamo
al 10% de interés, a devolver cuando viva de su arte. Son los papás, pero son
comerciantes y lo llevan en los genes. Por si no le han dado bastantes
varapalos, a comienzos de 1954 se presenta a otro concurso, esta vez en Knokke Le
Zoute, un lugar de vacaciones para las gentes de su clase social, en la costa
del mar del Norte. Se presentan 28 y ocupa el vigésimo octavo puesto. Lo que
para otros hubiera significado la puntilla, el Grand Jacques lo toma como un
acicate más para revolverse contra su destino. Tal vez la creencia en sí mismos
sea una característica de los muy grandes y les otorga la fuerza para no
plegarse ante las adversidades.
Casino de Knokke Le Zoute. |
El final de la historia es conocido, aunque el
éxito tardaría unos años. Un psicólogo podría analizar el peso de todo lo
vivido, hasta el triunfo, en el futuro cantante y en la persona. En plato frío
se vengará, artísticamente, de todo y de todos. Knokke Le Zoute no fue una
excepción y por partida doble. Bastantes veces volverá allí, a cantar como una
estrella en el mismo escenario donde fue ridiculizado. Miche recuerda aquellas
actuaciones como unas vacaciones familiares anuales. Pienso que para él será su
particular vendetta. En su último disco aparece una canción homónima,
donde escarnece a un arquetipo de Don
Juan, pero aquí rescato La chanson de Jacky, que no sé si interpretaría alguna
vez ante las propias aludidas, gesticulando como aquí, burlándose en su cara y
recibiendo, al final, su aplauso. Y lo hago no sólo por su primera estrofa,
sino por toda la letra. Quizás fuera sincero bajo el manto del cinismo y de
verdad le hubiera gustado volver al tiempo en que se llamaba Jacky. La infancia,
cuando era guapo y tonto al unísono, sí, pero también cuando aún existían
Américas en las que creer y un entorno donde se sentía feliz y seguro, sin
necesidad de huir de todo y de todos hasta un rincón de la Polinesia. Volver
al tiempo de Jacky aunque fuese una hora, solo una hora, alguna vez.
Incluso si un día en Knokke-le-Zoute
llego a ser, como me temo,
cantante para mujeres acabadas,
y les cante "Mi Corazón"
con la voz bandoneante
de un argentino de Carcasona.
Aunque me llamen Antonio
y queme mis últimos cartuchos
a cambio de algunos regalos,
- señora, hago lo que puedo.
Aunque me emborrache de hidromiel
para hablar mejor de la virilidad
a momias adornadas
como árboles de navidad.
Sé que en mi embriaguez
todas las noches, para elefantes rosas,
cantaré mi canción morosa,
la de la época en que me llamaba Jacky.
Ser una hora, solo una hora.
Ser una hora, una hora alguna vez.
Ser una hora, solo una hora
guapo, guapo, guapo y tonto a la vez.
Incluso si un día en Macao
me convierto en gobernador de un casino
rodeado por mujeres lánguidas.
Incluso si, cansado de ser cantante,
me volviese chantajista
e hiciese cantar a los otros.
Incluso si me llamasen el bello Serge
y vendiese barcos de opio,
Whisky de Clermont-Ferrand,
pederastas verdaderos, falsas vírgenes,
y tuviese un banco en cada dedo
y un dedo en cada país
y cada país fuese mío.
Sé, sin embargo, que cada noche,
solo, al fondo de mi fumadero,
para un público de viejos chinos,
volveré a cantar mi canción, la mía,
la de la época en que me llamaba Jacky.
Ser una hora, solo una hora.
Ser una hora, una hora alguna vez.
Ser una hora, solo una hora,
guapo, guapo, guapo y tonto a la vez.
Incluso si un día en el Paraíso
llego a ser – lo que me sorprendería -
cantante para mujeres con alas blancas.
Que les pueda cantar "¡Aleluya!"
añorando los tiempos de abajo,
donde no todos los días es domingo.
Incluso si me llamasen Dios Padre,
el que está en el anuario
entre "Dioslohizo" y "Dios te guarde".
Incluso si me dejase crecer la barba.
Incluso si, siempre más bueno que el pan,
me reventase el corazón y el espíritu puro
queriendo consolar a los hombres.
Sé, sin embargo, que cada noche
oiré en mi paraíso
a los ángeles, a los santos y a Lucifer
cantarme la canción de antaño,
la de la época en que me llamaba Jacky.
Ser una hora, solo una hora.
Ser una hora, una hora alguna vez.
Ser una hora, solo una hora,
guapo, guapo, guapo y tonto a la vez.
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