Escribía hace poco Irene Vallejo sobre la
costumbre de buscar, en ubicaciones reales, el rastro de seres ficticios.
Existen ficciones que nos han marcado, cuya memoria se superpone como una fina
lámina a los escenarios por los que paseamos. Estos días, en Roma, los fantasmas
de Jepp Gambardella y los personajes de “La gran belleza” me asaltaban entre
las turbas que rodeábamos los monumentos insignes o en rincones casi solitarios
que, por fortuna, también hallé. Incluso creí cruzarme con Toni Servilio en una
acera del Trastévere. Seguramente, el rostro y las formas de aquel elegante
caballero guardaban cierta semejanza con las del actor, pero bastó ese segundo
fugaz de espejismo para que la ilusión se materializase. Conservé, sin embargo,
un último ramalazo de cordura y no llegué a girarme y exclamar “¿Signor
Servilio?”, tal como Gambardella cuando se topa con Mdme. Ardant. Igual que no
llamé al timbre del ático a orillas del Tíber en el que se celebraba una
fiesta, no fuera a ser que me invitasen a subir. En las Termas de Caracalla no
encontré jirafas ni magos que las hiciesen desaparecer, pero sí recordé la
despedida de Romano, el amigo fiel, el escritor desengañado de la ciudad y la
literatura justo cuando por fin, demasiado tarde, comprende que ser uno mismo,
en la vida y en las letras, es el único motor que puede impulsarnos hasta donde
el talento y la suerte alcancen.
Pero no sólo de ficciones vive el hombre.
También de personajes reales que hemos conocido a través de las ficciones
porque, en parte, eso son los libros sobre la historia antigua, el relato de
unos acontecimientos filtrados por la subjetividad del narrador coetáneo y la
escasez de datos del actual. En la Piazza del Pópolo, mirando la calle que se
superpone a la antigua vía Flaminia, imaginé a Aníbal frente a las murallas,
dudando si intentar su asalto. O en el Ara Pacis saludé a la estatua de
Claudio, mi emperador favorito, el que debió acuñar el dicho de “Tonto, tonto,
mierda, mierda”. Con él se mezclan historia y novela, la de Robert Graves, que
convertida en la serie “Yo, Claudio” sigue siendo una de las pocas que he visto
entera, y la única dos veces con décadas de diferencia.
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