domingo, 29 de diciembre de 2024

En recuerdo de Míchel del Castillo

 

Ha fallecido Míchel del Castillo, el escritor que encabezó su novela “El crimen de los padres” con la sentencia: “No me gusta España, odio a los españoles” y, sin embargo, eligió el apellido materno para firmar sus obras, en detrimento del francés paterno. El hombre que apenas vivió quince de sus noventa y un años en nuestro país y, en cambio, afirmaba: “En cierto modo, en todos mis libros he hablado de España”. Cuando uno se adentra en su biografía, sobre todo la del primer cuarto de vida, se entiende que no guardara buen recuerdo de sus orígenes, pues sufrió unas penurias que ni el Dickens más desatado habría concebido. Miguel Janicot Del Castillo nació en el Madrid de la República, hijo de francés venido a menos y española de sangre azul, aunque republicana. Sus padres se separaron poco antes de la Guerra Civil. Al estallar la contienda su madre fue encarcelada unos meses por los republicanos - luego sería condenada a muerte por los fascistas – y en 1939 madre e hijo huyeron a Francia. Durante la ocupación nazi, el padre denunció a la exesposa, quien entregó a su hijo como rehén a los alemanes para conseguir la libertad. En 1942 fue deportado al campo de concentración de Mathausen. Sobrevivió y en 1945 padeció una nueva deportación, esta vez a la España franquista, que lo recluyó durante cuatro años en el durísimo Asilo Durán de Barcelona. En 1949 se fugó y lo acogieron en un colegio de jesuitas en Úbeda, donde por primera vez halló una cierta paz y entró en contacto con la literatura. Se marchó del colegio con la idea de llegar a Francia, a pesar de que no sabía nada de su madre y su padre no contestaba sus cartas. Trabajó un tiempo en una fábrica de cemento en Sitges y, después, una concatenación de azares lo llevó a establecerse en Huesca entre 1951 y 1953. Allí lo acogió el personaje más lúgubre de la ciudad, un falangista apodado “el 103” porque coincidían su gusto por ese coñac y el número de asesinatos a sangre fría que había cometido durante la contienda y la posguerra - probablemente fueron más - en una población que apenas superaba los diez mil habitantes. Este lo acabó echando de su casa y, tras una serie de peripecias, logró alcanzar Francia, donde se produjo el gélido reencuentro con su padre – más tarde con su madre, la constatación empírica de la orfandad que sentía – y la aparición salvadora de unos tíos paternos. Ellos le dieron, por fin, un hogar verdadero, pudo estudiar y terminar una novela que llevaba redactando varios años, basada en su propia existencia. La tituló “Tanguy”, vio la luz en 1957 y, de la noche a la mañana, se convirtió en un célebre escritor francés.  

Por razones obvias me interesa su vínculo con Huesca, que plasmó en varias novelas. Y no sólo a mí: un librero oscense me contó cómo trajo unos ejemplares de una de ellas, en francés, y se agotaron al vuelo. Según los estudiosos de su obra, convierte a la ciudad en la metáfora del país entero, donde “todos (…) se definen contra alguien o contra algo, siempre ha sido así. Contra los moros, contra los judíos, contra los catalanes y los vascos. Se es español por oposición a unos enemigos imaginarios”. Respecto a su relación con “el 103”, al menos en “El crimen de los padres”, la ambivalencia sobre los sentimientos hacia él es constante: por un lado, sustituyó a la figura paterna en una época crítica para Del Castillo; por otro, le revela su faceta criminal y lo expulsa de su hogar. El personaje parece encarnar lo que significa España para el autor. En cuanto a la huella que le dejó la ciudad, aparte de lo narrado en las novelas, puedo aportar una anécdota personal: en 2008, hice de presentador y cicerone de Fernando Arrabal durante su estancia en Huesca para impartir una conferencia. Conversando en el taxi que nos llevó al Matadero (no es humor negro; el antiguo matadero se recuperó como bellísimo centro de actividades culturales) salió el nombre de Míchel del Castillo, con quien mantenía trato. Hablamos de su relación con la ciudad y me confirmó que, a pesar de todo, guardaba buen recuerdo de su paso por ella. Unos años después, durante una de sus visitas a Huesca, pude conocerlo. Se celebraba la Feria del Libro y asistí a una charla de Olga Pueyo sobre “El crimen de los padres”, que había traducido José Giménez Corbatón. Ambos tuvieron la gentileza de invitarme a un ágape posterior, donde apareció el autor. En algún momento de esa tarde escribió la dedicatoria que reproduzco en la foto y que, quizás, es un buen compendio de su literatura: “Para Miguel (¡otro más!) Carcasona, este relato extraño, ni autobiografía, ni autoficción, tampoco novela…es la imagen de mi vida. Con amistad. Míchel del Castillo”.


Que la tierra le sea leve y que sus obras perduren.

Este artículo publicado en "El Diario de Huesca" (27-diciembre-2024)

martes, 10 de diciembre de 2024

"Averly, elegía del óxido", de Andrés Ferrer

Hace unas semanas asistí a la presentación de un libro especial, “Averly, elegía del óxido”, del fotógrafo Andrés Ferrer, aliñado con estupendos textos de Adolfo Ayuso, Antón Castro, Julio José Ordovás y Fernando Sanmartín.






Para quien no conozca la historia, Averly fue una potente empresa de fundición industrial - maquinaria y artística - que funcionó durante siglo y medio, con un importante papel en la comunidad y abundante presencia en la ornamentación urbana de Zaragoza. Tras su cierre, en 2011, se vendió para construir pisos de alto coste en el solar, salvo en la entrada principal y la vivienda familiar, declarados Bienes de Interés Cultural. En respuesta, se creó una plataforma ciudadana para salvar también las naves, por su interés como arqueología industrial. Su fracaso era de prever y, como apunta el autor: “El 21 de julio de 2016, cumpliendo con la tradición local, se iniciaron los derribos de Averly”.




Unos años antes, entre noviembre de 2013 y mayo de 2014, Andrés Ferrer consiguió permiso para entrar en la vivienda y en la fábrica abandonada. Su trabajo impacta. Me recuerda a esas imágenes de casas que han sido precipitadamente abandonadas por sus dueños a causa de una guerra o una catástrofe. Innumerables materiales desperdigados, máquinas en desuso, estatuas inacabadas que nos miran con la incredulidad de alguien a quien le sorprende un percance fatal, o como debía mirar la Penélope de Serrat a los viajeros que arribaban cada tarde a la estación. Quizás la que selecciono sea el compendio de lo que significa Averly: una escultura de mujer, boca abajo y con los brazos orantes, abandonada entre el serrín y los desperdicios del suelo. Y ese título del libro olvidado en algún rincón “La verdad que lleva a vida eterna”, el toque irónico final.



lunes, 16 de septiembre de 2024

TRAS LAS HUELLAS DE LEONARD COHEN EN HYDRA.

Llegar hasta la casa de Leonard Cohen en la isla griega de Hydra tiene algo de penitencia. Los peregrinos no subimos de rodillas las empinadas cuestas, como los creyentes la Escalera Santa, pero resollamos e inclinamos la cerviz ante las impasibles miradas de los gatos que sestean a la sombra.

Conforme se asciende, dejando atrás el bullicio del puerto con sus bares y tiendas, la soledad y el silencio nos introducen en el mundo real, el de un pueblo mediterráneo. Conozco bien ese silencio, me he criado en uno similar y me identifico con él. Sólo nos tropezamos con alguna pareja de foráneos, en busca del santuario o regresando de él, o con un chaval que baja casi a la carrera y se detiene un instante a charlar con uno de los escasos abuelos que han salido a la fresca de su portal. A pesar de alguna sombra, el calor de agosto hace mella. “La subida os purifica, así seréis dignos de alcanzar mi morada”, parece decirnos el místico Cohen, transeúnte por varias creencias. No hay hitos que señalen la ubicación exacta y debemos fiarnos de Google Maps para orientarnos en el laberinto. Por suerte, aquí están prohibidos los vehículos a motor, así que no puede emboscarnos en una escalera o por un callejón donde, por otra parte, apenas cabría el manillar de una bici. Ya en las alturas, preguntamos al hombre de apariencia indostaní que regenta una tienda, en la encrucijada de varias calles. No sabemos cómo ha llegado aquí, ni qué tal le funciona un establecimiento tan alejado del público masivo, aunque lo primero, un indostaní regentando un negocio, es habitual en los barrios de Atenas que hemos pateado, y lo segundo se comprende: a los vecinos que vivan en esta parte del pueblo les compensa no bajar al puerto y subir con carga. El hombre, todo amabilidad, nos indica dónde se halla la vivienda. En la esquina, vemos un cartel azul con el lema, en griego, “Calle de Leonard Cohen”.


Fue el homenaje del Ayuntamiento tras su muerte. Probablemente, la más pequeña y estrecha que le han dedicado; también, la que más habría agradecido. Mientras preguntábamos al tendero nos ha alcanzado otra pareja, más joven. Juntos embocamos la recta final. Él comienza a recitar “First, we take Manhattan; ten, we take Berlin”, al tiempo que se sienta en los escalones de entrada a la casa vecina; ella confirma que es nuestro destino con una sonrisa y una mirada de paz, como si al llegar hasta aquí cumpliera una promesa o expiara una culpa.

 


Una vez recuperado el aliento cumplo los ritos pertinentes: fotografiar la casa y que me fotografíen tocando el pomo sobre el que posó su mano; contemplar el alambre – un cable de la luz - donde vio a un pájaro posarse y le inspiró el primer verso de “Bird on the wire”; intuir el corral convertido en jardín, donde cultivaba su propia marihuana y la fumaba con sus amigos bohemios, del que hoy sobresale una espléndida floresta, no sé si síntoma de vida o de abandono. Convertir, en resumen, una casa normal en un monumento porque allí habitó – y en cierto modo se forjó - alguien cuyas canciones me han acompañado desde la adolescencia y a quien vi en carne (y voz) mortal una vez, a escasos metros de distancia, durante aquel concierto en Binéfar. Abarco con la mirada los detalles que no aparecen en los documentales, los almaceno en la memoria para que el tiempo juegue con ellos y mantenga algunos destellos, ni siquiera esenciales, como me sucede con la carta astral en el suelo de la casa de Pessoa, en Lisboa, o la escalera de la de Goya en Burdeos. La vivienda está cerrada a cal y canto. Extrañan las ventanas del piso bajo, con mosquiteras, pero también unos barrotes casi de presidio. ¿Son para disuadir a ladrones, o a seguidores demasiado egocéntricos que la allanarían en busca de reliquias?



No hay nada más que hacer ante estas paredes e iniciamos el descenso hacia el paseo, dejando que la otra pareja, hasta entonces en un respetuoso aparte, comience sus propios ritos. Antes de que el barco zarpe queremos tomar algo en el Café Roloi, la antigua taberna Katsikas, donde Leonard invitó a Marianne a unirse al grupo de sus amigos y ya no se separaron nunca, porque un hasta luego no es un adiós. También allí dio su primer concierto, si a cantar unas pocas canciones propias entre sus colegas se le puede llamar así. En el Roloi no lo olvidan y varias fotografías, deduzco que tomadas en la taberna, decoran las paredes con la misma discreción del cartel que recuerda su nombre original, como si fuesen señales que sólo los iniciados comprenden. 



No da tiempo a más la escala del minicrucero que nos ha traído, salvo comprar una gorra, de recuerdo y por necesidad frente el sol de cubierta. Los sitios típicos de la isla quedan para otra vez, y un póster gigantesco del viejo Leonard, el que ya no venía a su casa, dicen, porque en la vejez no podía con las cuestas, nos despide desde la fachada de un edificio en la orilla.

 






viernes, 17 de mayo de 2024

lunes, 29 de abril de 2024

Ibn Gabirol y los que enfangan la vida.

 

            En su Málaga natal se recuerda mucho más a Ibn Gabirol que en Zaragoza, aunque fue aquí donde vino de niño y pasó los años decisivos y más fecundos de su vida. Hasta que, cuentan, por la inquina de otros se vio obligado a abandonarla. Entonces compuso un poema de queja “escrito al salir de Zaragoza”, en que se despachó a gusto contra quienes habían enfangado su existencia en la ciudad hasta volverla insoportable (“uno te da a beber veneno de serpientes / otro te abre la cabeza y te atormenta”). Gente sin conciencia ni vergüenza por sus actos o calumnias (“no se ruborizan sus rostros / a menos que los tiñan de púrpura”) que le hicieron sentirse “cual los avestruces / entre locos y perversos”.

            Me acuerdo mucho de Ibn Gabirol y de este poema cuando veo, leo u oigo las campañas de acoso y derribo contra algunos políticos, casualmente todos tirando a zurdos en sus ideas, como cantaba Aute. Cualquiera que ejerza un cargo está sometido a la crítica de su labor y al examen de sus actos, faltaría más; incluso a la sátira sobre sus formas dentro de esa esfera pública. Ojalá todos los culpables de delitos de corrupción los expiaran de acuerdo a la gravedad de cada uno. Pero otra cosa es la cacería constante, de palabra o hecho, contra la persona y, cuando esto no resulta suficiente para desbancarlo, contra la intimidad de su entorno familiar. Algo falla cuando se normaliza el asedio durante meses a la casa de los Iglesias-Montero (y de sus hijos pequeños), igual que ahora se normaliza llamar perro a Pedro Sánchez. En cambio, los mismos que jalean lo anterior no se escandalizan – antes bien, la ensalzan o, si acaso, minimizan - cuando Ayuso abre la boca. Sólo aquella frase, en tono despectivo, de “total, iban a morirse igual”, referido a los ancianos que prohibió llevar de la residencia al hospital, merecía, como poco, la dimisión. Y no me vale la excusa de que la polarización está en las dos partes porque las fuerzas son desiguales, siempre han sido desiguales. Ya escribió el Arcipreste de Hita sobre el poder del dinero, que de verdad hace mentiras, y de mentiras, verdades. Los tuits, comentarios y noticias falsas de un lado son fuegos de artificio frente a la avalancha sostenida por la prensa que se sienta a la diestra del Señor, con las redes sociales como sostén, encendiendo en sus fanáticos una paja mental demasiado seca que, cualquier día, prenderá en algún descerebrado. He leído mensajes privados y alegatos públicos que, más allá de ideologías, demostraban una distorsión de la realidad y una virulencia que asustaban. Por no hablar del odio y la concepción de que, para algunos, el país es suyo, y los demás, a callar. La Justicia ya es tema aparte. El mejor resumen que he leído es que creo en la Justicia, pero no en (todos) los jueces.

            Han transcurrido mil años desde la corta vida de Ibn Gabirol (o Avicebrón, como también lo llamaron). No sé qué escribiría ahora, pero lo imagino repitiendo estos versos, dirigidos a los actuales acosadores: “mi alma rechaza sus honras, / ya que su honor es mi ignominia”. Gabirol murió en el exilio y la pobreza mientras sus enemigos seguían campando por la taifa donde brilló. Espero que, a pesar del ruido y el ímpetu, los de ahora no triunfen. Más allá de filias o fobias personales o ideológicas, por higiene mental y social, merece la pena hacerles frente.



viernes, 19 de enero de 2024

Perfect days, de Wim Wenders

 

En la página que Wikipedia le dedica al director de cine Wim Wenders se lee lo siguiente: 

“Habiendo nacido en una época en la que Alemania comenzó a girar hacia la cultura estadounidense para olvidar su propio pasado, Wenders tiende a explorar en sus películas la presencia estadounidense en el inconsciente europeo, o más concretamente la americanización de la Alemania de posguerra (un personaje suyo al cantar una tonadilla en inglés dice "estamos colonizados").”

El miércoles vi Perfect days, dirigida por él y más allá de su eje central, la monótona y en apariencia feliz vida de un meticuloso limpiador de urinarios públicos, descubrí una trama paralela, subterránea, donde mediante pinceladas se expone un retrato sociológico del Japón contemporáneo que encaja como un guante con el párrafo anterior. Un retrato figurativo, sin afán de denuncia, de una sociedad triste y de la sumisión nipona a la cultura americana y su way of life, herencia de la reeducación forzosa tras la humillante derrota de la segunda guerra mundial. De ello derivan unos personajes desubicados, en algunos casos grotescos y en otros de una surrealista desazón, como el mendigo del taichi. Vislumbré el reverso pesimista de “Las algas americanas”, una novela escrita por Akiyuki Nosaka hace medio siglo, donde satiriza ese choque cultural con humor simpsonesco, veinte años antes de que Matt Groening creara a la familia. En “Las algas…” un matrimonio de jubilados norteamericanos visita el hogar de una joven pareja nipona a invitación de la esposa deslumbrada por la aureola que los rodea, materializada en el formidable marido, antiguo marine durante la guerra. Frente a él se erige el quijotesco esposo japonés, quien en su intento de dejar alto el pabellón nacional da lugar a una serie de situaciones desternillantes. La recomiendo a quien no la conozca.

En la película, el protagonista sólo escucha música anglosajona y lee literatura estadounidense. Las únicas excepciones son una canción, intuyo, en lengua autóctona y los aforismos de un autor japonés comprados en una librería de saldo, para alegría de la librera que apostilla: “Debería tener más reconocimiento”. Por otro lado, las ubicaciones generacionales de los personajes pueden interpretarse como alegorías de la historia nipona posterior a la debacle del 45: el anciano y autoritario padre con alzheimer; el hijo – el protagonista - enfrentado a su progenitor, que renuncia a su cómoda situación social - ¿a cambio de no renunciar a sus raíces? - aceptando a modo de penitencia limpiar los orines de los demás; y por último, la triada de jóvenes, compuesta por el atolondrado compañero de trabajo – la personalización de la imbecilidad -, una desnortada otaku con la que este pretende ligar y la sobrina del limpiador, que se refugia en su casa para huir de su madre y de la ansiedad, en una repetición de lo hecho por su tío; quizás esta chica simbolice la esperanza en el futuro a pesar del desalentador regreso al redil familiar. Todo desarrollado en un Tokio que oscila entre lo cochambroso y lo deshumanizado, salvo el parque y un puente sobre el caudaloso río. Con las bicicletas detenidas sobre el puente, la sobrina le pide al tío que continúen el paseo hasta el cercano mar donde desemboca el río, pero él se niega, aunque deja la puerta abierta a llevarla en el futuro.

No hago más spoiler. Si acaso, que los primeros 45 minutos se podrían haber contado en 15, y la película habría quedado redonda. Quien tenga ganas de levantarse de la butaca, que aguante ese primer tramo. Y que, contradiciendo a Boyero y a los extractos de las reseñas del cartel, en absoluto me parece una oda a la humildad y al valor de las pequeñas cosas. El limpiador de urinarios no es una persona feliz con su destino, por mucho que resigne a él y sonría en cada amanecer o al fotografiar los árboles. En la escena final se condensa la lucha interior entre la negación y la aceptación de su triste realidad.



jueves, 11 de enero de 2024

BECKENBAUER

 

Desde que oí la palabra, decidí jugar de líbero en los partidos que echábamos en la era. En el vocablo líbero se unían el concepto, la libertad de moverse por el campo sin sujeción a marcas ni posiciones, y la eufonía, mayor que en el “libre” usado por algunos periodistas. Es decir, implicaba pocas obligaciones y sonaba musical, como creada a propósito para mí. El primer día lo planteé tras echar pies para formar los equipos y el resto lo aceptó, sospecho porque, en el fondo, mi incidencia en el choque resultaría escasa en un sitio u otro. El partido comenzó y, durante unas cuántas jugadas, fui revoloteando por aquí y por allá, hasta que uno de los mayores me abroncó para que ocupara mi posición. Le contesté que jugaba de líbero y entonces me aclaró que el líbero era el quinto defensa, el que se colocaba detrás de los otros cuatro, sin marca fija, para ayudarlos cuando los delanteros los superasen. “Como Beckenbauer”, añadió.

Ahí terminó mi corta carrera como líbero. Sabía quién era Beckenbauer, claro. En el mundial de Alemania yo iba con la Holanda de Cruyff y Neeskens. Era culé, Cruyff el ídolo que nos había dado la primera Liga contemplada por mis ojos y Neeskens el recién fichado que, en las siguientes temporadas, nos deleitaría con sus medias bajadas y sus pulmones incansables. La Final es uno de los primeros partidos de los que guardo memoria visual, con la alegría del gol holandés al empezar – un penalty ejecutado por Neeskens con un trallazo por medio, como siempre – y la remontada de los teutones. Beckenbauer y Torpedo Müller eran muy buenos. Lástima que jugasen en el equipo equivocado. Para mi tristeza, y la de los amantes del buen fútbol, se impuso la disciplina de Alemania Federal a la creatividad de la naranja mecánica holandesa.

Hace unos días murió Beckenbauer. Con él desaparece otro de los mitos de la infancia.